Primera mención honorífica
Seudónimo: Jesús Eloy
Autor: Rubén Darío Urbaneja
Una multitud se aglomeró de repente más allá de la franja amarilla a la espera del siguiente tren. Yo llevaba casi cincuenta minutos allí, parado como un tronco inamovible, con la desesperación a flor de piel y el gentío prácticamente sobre mí. Veía mi reloj a cada instante y mientras más lo miraba, más me estresaba. Comenzaba a sudar frío. El examen comenzaría en una hora aproximadamente. ¿Llegaré a tiempo para presentarlo?, me preguntaba con gran obsesión. Hasta comencé a rogar que todos asistiéramos tarde, incluyendo al profesor. Así yo estaría a la par con ellos y no perdería la última oportunidad de recuperar la nota.
―¡Atención, señores usuarios, la franja amarilla es el límite de su seguridad…! ―decía el operador cada cinco minutos.
Detrás de mí habían como veinte personas y delante, como quince más, sin ningún orden. Todas con el mismo propósito de ingresar, de la forma que fuese, al próximo tren que nos llevaría a nuestros respectivos destinos. Traté de tranquilizarme, aunque no me resultara nada simple. Me quité el reloj y lo guardé en el bolso, pues allí no tendría que estar mirándolo avanzar a cada instante. Luego volví a mis cavilaciones de rutina. El último examen estuvo bastante difícil. Varios problemas de derivadas parciales que todavía procuro entender y nada que lo hago. El profesor, en definitiva, se dispuso a «acribillarnos», metafóricamente hablando, con esos problemas de matemáticas del más alto calibre. Razón tienen mis compañeros al tildarlo de «desquiciado mental». Sólo a él se le puede ocurrir la brillante idea de hacernos un examen como si estuviésemos en la propia NASA. Comenzaron a empujarme y a apretujarme más de lo que ya estaba con los que tenía delante. Me exasperaba que me estuviesen empujando, pero era inevitable. Al menos era una clara señal de que se acercaba el tren. Lo observé cuando volteé hacia un lado y me encandilaron sus refulgentes luces. El estridente chirrido de los frenos engulló la melodía del hilo musical que sonaba como un eficaz somnífero. Amagó con detenerse a la primera, pero un error de cálculo hizo que se detuviese varios metros antes del objetivo; avanzó de nuevo un poco más y cuando por fin se detuvo al frente nuestro, comenzó el forcejeo para ingresar al tan ansiado vagón. Saqué de inmediato la cartera y la metí delante para resguardarla. Me cuidaba mucho de no engrosar las estadísticas de robo y hurto que se habían incrementado exponencialmente en los últimos días. Se abrieron las puertas con gran lentitud para mayor desesperación de los usuarios. Como no se corregían los problemas mecánicos de las aperturas, las deficiencias eran evidentemente inocultables. Todos queríamos irnos y todos tratábamos de ingresar al mismo tiempo. Obviamente nadie quería quedarse.
―Atención, señores usuarios, dejar salir es entrar más rápido…―repetía el operador de cabina, pero la frase sonaba hueca por completo, perdiéndose en el infinito. Nadie la escuchaba y seguíamos riñéndonos para poder entrar y apropiarnos de un lugar adecuado para la siguiente salida. Me había estado preguntando, infinidad de veces, sobre el motivo de que nos comportáramos así, si bien podíamos entrar de manera ordenada y pacífica para ubicarnos donde quisiéramos, pero ni siquiera yo comprendía muy bien el porqué, pues hasta yo también lo hacía en repetidas ocasiones. De hecho, si no lo hacía lo más probable era que me quedase una hora más esperando el próximo tren y perdiendo la prueba final. Finalmente logré ingresar o, como decían algunos, «me ingresaron» a fuerza de empujones, manoseos atrevidos y gritos desaforados para que siguiera avanzando, sin saber hacia dónde, porque ya estábamos tan apiñados que no faltaba mucho para que nos abrazáramos los unos a los otros.
―¡Dejen la rempujadera, no joda!… ¡Ya me tienen arrecho ya! ―gritó furibundo y en medio del tumulto, un hombre macilento, de rostro demacrado y de barba hirsuta que quedó oprimido contra la barra de acero inoxidable del centro del vagón.
―¡Toma un taxi si no quieres que te toquen! ―profirió alguien de lejos.
―¡Este que se cree…que está en Dubaaai! ―dijo otro que al pronunciar el nombre de la ciudad árabe con indudable sarcasmo desató la risa de muchos.
Sonó la alarma para el cierre de las puertas y entre éstas seguían aferrados algunos que no podían entrar por más que lo intentasen. Abandonaron luego la idea y se resignaron al notar que el tren no podía avanzar si no se cerraban aquellas. Los aplaudí en silencio, pues mientras menos retrasos hubiese, más posibilidades tenía yo de llegar temprano a mi destino. Intenté repasar las últimas fórmulas mentalmente. Derivadas e integrales infinitas en tres dimensiones. Eran demasiadas, pero el profesor ya nos había advertido que no permitiría sacar formularios porque nuestras memorias daban para eso y mucho más. ¡Qué completa locura! ¡Válgame Dios! ¿A quién en su sano juicio se le puede ocurrir semejante dislate? Sólo a un desquiciado que no tiene tiempo para más nada, sino para exprimir el cerebro de los demás. Me reía solo de mis pensamientos. La última vez nos impuso la titánica tarea de calcular matemáticamente la distancia que hay entre la tierra y la luna, como si fuéramos nosotros unos genuinos pitagóricos. Ese día todos nos quedamos boquiabiertos porque jamás imaginamos que su locura pudiese llegar a tanto, pero comprendimos después, y de un modo fatalista, que podía llegar hasta allí e, inclusive, ir más allá. Una risa nerviosa se dibujaba claramente en nuestras caras en señal de asombro. Estábamos realmente aterrados, pero, a pesar de ello, aceptamos el desafío. Si los pitagóricos pudieron haber hecho semejantes cálculos y en las condiciones reinantes de aquellos tiempos, ¿por qué no podíamos nosotros que ya disponíamos de mejores instrumentos y más información? Lo cierto es que comenzamos a investigar, como unos verdaderos científicos espaciales, toda la fundamentación matemática y al cabo de dos semanas comenzamos a esbozar los primeros cálculos. Los apuntes universitarios se quedaron muy básicos ante las nociones profundas que descubrimos en la montaña de libros y revistas de la biblioteca central y el Internet. Los trece libros de los “Elementos de Euclides” nos dejaron perplejos. Se los presentamos después al profesor y éste, mostrándonos su irónica y morbosa sonrisa, se sintió bastante satisfecho con los resultados. No eran muy exactos, pero habíamos logrado realizar un buen procedimiento empleando la geometría euclidiana. Hoy lo recuerdo y me parece algo increíble. Comprendí que la locura del profesor al imponernos ese reto nos produjo después una enorme satisfacción. ¡Cómo puede elevarse el espíritu por cosas que en principio considerábamos imposibles de alcanzar! Me interrumpió la voz automática de la computadora del tren: «Estación la Hoyada». Se detuvo. Las puertas se abrieron y de repente salió la muchedumbre, violentamente, cual manada de toros dispuestos a arremeter contra el enemigo. Los de afuera hicieron un camino entre ellos para que la embestida no se hiciera tan fuerte y la avasallante multitud saliera sin lastimar a nadie. Así debería ser siempre, pero no…no era así. El tren se había quedado casi vacío. Ya se podía respirar mejor, a pesar de los obligados tapabocas. Entraron los nuevos usuarios. Eran pocos, esta vez. Algunos caminaron hacia el pasillo y otros se quedaron a los lados de las puertas. Uno de ellos era una mujer joven con dos niños y varios bolsos colgados sobre sus hombros. Entre los brazos llevaba al más pequeño y al otro, cuya edad rondaba los cuatro añitos, lo arrimó por su frágil manita a la barra de acero inoxidable. Unos segundos después, también ella se apoyó firmemente a ésta. Yo la veía bastante cargada e incómoda. La compadecía. Deseaba poder ayudarla, pero no sabía cómo. El señor que estaba sentado frente a mí se levantó en forma inesperada, nos apartó bruscamente y corrió a toda prisa para salir. Imaginé que había notado que era su estación de destino. Aproveché el asiento que dejó disponible y llamé de inmediato a la joven señora para cederle el puesto: «Señora, por favor, siéntese aquí», dije en voz alta y levantando mi mano para que la viese. Hizo como pudo para voltear con el montón de cosas que llevaba consigo, aparte de los niños, y venirse a trompicones hacia donde yo estaba. Algunos trataron de ayudarla al verla muy enredada con tantas cosas y le abrieron paso: «Hagan espacio, por favor, hagan espacio», dijeron. Al sentarse me agradeció la gentileza que tuve, mientras acomodaba al niño más pequeño en su regazo y al más grandecito le hacía lugar a su lado. Su rostro demacrado y las huesudas piernas que dejaba traslucir su tenue vestido, medio rasgado y sucio, junto a la apariencia descuidada de ambos niños, eran un retrato fiel y trágico de la dura circunstancia que le había tocado vivir. Tendría, quizás, algunos dieciocho años de edad y ya había traído al mundo a esos dos seres. Por momentos pensé en cómo la juventud a veces se nos va de las manos inexorablemente y luego nuestras vidas se pierden en marañas inextricables que nunca logramos desenredar. Detrás de ese acto, para nada irresponsable, hay una sarta innumerable de factores que han intervenido para que una persona como ella haya llegado a ese lugar común al que podemos desembocar muchos, sin darnos cuenta. Lo sé. La vida es tan complicada como las matemáticas. Hay que hacer muchos cálculos para poder comprender muy bien la naturaleza humana. Las opiniones precipitadas siempre se equivocan en sus conclusiones. Seguían entrando más personas y observé que ella me miraba curiosamente detrás del tapabocas de flores rosa. Supuse que se estaría preguntando sobre porqué le di mi asiento. Casi nadie hacía ese tipo de gestos ahora, pero no le costaba mucho inferir que todavía existían personas amables en este mundo.
Otra vez sonó la alarma de cierre, se unieron las puertas y transcurrieron algunos minutos antes de que el tren emprendiese un nuevo viaje hacia la próxima estación. El arranque había sido brusco y bastante tosco. Nos movimos con fuerza hacia uno y otro lado, chocando entre nosotros, en una total confusión. Nada de esto nos sorprendía, pues asumíamos que los operadores del tren debían ser unos evidentes principiantes y no estaban muy duchos todavía con los controles. Entonces era algo normal y comprensible que nos bambolearan a su antojo. Yo, previendo todo esto, me había agarrado con más fuerza a una de las asas de la barra horizontal del techo y no sufrí tanto desconcierto. Al fin y al cabo era algo tan repentino que nos devolvía a nuestra posición original rápidamente. A través de las ventanas transparentes del vagón, mediante las cuales se veía el exterior, yo podía observar y estimar la velocidad del tren. Me parecía que no llegaríamos nunca a la siguiente parada. No estaba de sobra presuponer que en el trayecto hacia mi estación de destino podían suceder tantas cosas impredecibles, como los indeseados y aburridos retrasos. Obviamente me tenía todo angustiado la idea de no llegar a tiempo para el examen. Giré mi bolso hacia adelante y saqué un libro de física para repasar lo que podía. Las caras imperturbables de los viajeros se mantenían firmes como un ritual matutino. Nadie hablaba. Nadie reía. Todos íbamos muy serios, sumergidos en el silencio de nuestros pensamientos y en el letargo de todas las mañanas para ir al trabajo o a la universidad. Recuerdo que era lunes, el primer día de la semana, y el primer día siempre arrastra la nostalgia de haber sido libres al menos por un corto fin de semana. El hilo musical también contribuía a esa atmósfera de quietud y de paz profundas hasta que fueron interrumpidas por la voz frenética de alguien en el fondo, pegado a la pared del control de máquinas del tren. «¡Buenos días, queridos hermanos!», dijo en tono muy convincente un hombre delgado, alto y con un envejecido paltó grisáceo. Llevaba abierto en su mano izquierda un grueso libro de hojas arrugadas, mugrientas y ajadas por el frecuente uso. Todos imaginamos que se avecinaba un interminable discurso. A continuación agarró aire para decir:
―Les traigo bien temprano un mensaje de paz y amor de parte de nuestro Señor Jesucristo. ¿Cuántos dicen amén? ―y enseguida algunos, adormilados todavía, repitieron la palabra milagrosa en forma automática―. En esta ocasión les vengo a hablar del arrepentimiento. Una palabra muy conocida por ustedes, pero muy poco practicada por la mayoría. El hombre nace pecador y muere pecador, pero para gloria de todos nosotros, nuestro Señor Jesucristo vino a salvarnos para siempre. Es decir, en el presente y el mañana, eternamente, hasta el final de los tiempos. ¡Amén! ¡Gloria a Dios! Nuestras almas han sido salvadas, pero eso no es suficiente. Tenemos que arrepentirnos. Sin el arrepentimiento no hay salvación que valga. ¿Puede un hombre ser salvo mientras en su alma pululan las simientes de la maldad y el odio? No, ¿verdad? Entonces tenemos que arrepentirnos de nuestros pecados para ser realmente salvos en la sangre de nuestro Señor Jesucristo, queridos hermanos. Fíjense que en Hechos 3:19 dice la biblia, este libro sagrado que me acompaña siempre: «Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio.» ¡Tiempos de refrigerio! ¡Qué frase tan hermosa! ¡Tan profunda y tan exacta! ¡Alabado sea el Señor! Haber dado su vida, haberse sacrificado por nosotros, es el gesto de amor más grande que se le ha podido dar a la humanidad entera, sin distingos de ninguna clase, y lo único que se nos pide es que nos arrepintamos de nuestros actos pecaminosos. Así es el amor de nuestro salvador. Tan noble y tan puro.
Todos escuchábamos, en un completo silencio, la voz ininterrumpida de aquel hombre que se afanaba, cada vez más, en hacernos llegar sus grandes enseñanzas. Yo hacía lo posible por memorizar las fórmulas físico-matemáticas que me faltaban, pero me era difícil concentrarme. La única voz que se oía en aquél recinto de metal era la del mensajero de Dios. Su disertación se prolongó hasta la siguiente estación, momento en el que se escuchó la sutil voz de la computadora: «Estación…Parque Carabobo». Se detuvo el tren, ahora sí, justo donde debía hacerlo. Allí se volvieron a abrir las puertas, el predicador cerró el libro grueso que llevaba en sus manos y se dispuso a salir junto al grupo de gente que se abría camino delante de él.
El vagón había quedado más despejado. Un minuto de espera y antes de que sonara la alarma de cierre ingresaron otros usuarios a toda prisa. Entre ellos pasó incluso un señor como de unos sesenta años de edad. Lo delataban las arrugas de la cara y sus pocos cabellos, desperdigados y canosos, que le hacían entrever una calvicie temprana. Se veía bastante débil y muy lastimero. Iba vestido con una camisa arrugada de mangas largas y un pantalón curtido y roto a los lados. Apoyándose en un bastón, trató de pararse como pudo al lado de la barra de metal. Desde allí comenzó su escueta arenga mientras se bajaba la rala mascarilla. Su voz apenas se escuchaba, pero después fue haciéndose paulatinamente más fuerte.
―¡Buenos días, señores usuarios! No vengo a pedirles dinero. No. No vengo a quitarles su dinero como lo hacen algunas personas que sólo vienen aquí para aprovecharse de su respetable generosidad. Sólo vengo a decirles que soy un humilde hombre que ha perdido el sentido de la vida y que sobrevivo gracias a los restos de comida que ustedes bondadosamente me regalan. La situación de pandemia generalizada que estamos viviendo ha hecho que los hospitales hayan abarrotado sus espacios, agotado los insumos y no tengan siquiera para atender a las personas tan viejas como yo. ¡Ni siquiera para darles un bocado de comida, imaginen ustedes! De verdad que es algo muy desolador para los que no tenemos la ayuda de nadie y que estamos condenados a sufrir en soledad todo este purgatorio. Quisiera saber si tienen ustedes algún pedazo de pan o algo de comida o fruta que puedan regalarme, por favor ―dijo el anciano avanzando con su fuerte bastón por el pasillo y confiando en alguna respuesta de la gente. Hubo quienes, hurgando en sus pesados bolsos de trabajo, sacaron pedazos de pan para entregárselo. Otros extrajeron de entre sus pertenencias algunas frutas como naranjas y mangos y también se las ofrecieron caritativamente. Hasta hubo algunos que le dieron un poco de dinero. Aquel duro, y a la vez hermoso espectáculo, se había grabado en mi memoria tal cómo había sucedido. Los hombres nacen pecadores, como había dicho aquel altivo predicador, pero también los hombres pueden actuar con bondad y compasión por el prójimo cuando deciden hacerlo. Pronto llegué a la firme e innegable conclusión de que es la actitud que tomamos frente a la vida lo que marca la enorme diferencia. Sí, la pura actitud que asumamos es lo que nos determina.
Minutos después de que el anciano había estado recibiendo ofrendas hasta desaparecer, un joven de unos catorce años, más o menos, comenzó a vocear la venta de unos caramelos y chupetas.
―¡Buenos días, mi gente bella! ¡Siempre con la buena educación por delante!
―¡Buenos días! ―respondieron varios ya más espabilados.
―¡Les traigo unas deliciosas chupetas «Bon Bon Bum» rellenas de chicles masticables y unos sabrosísimos caramelos «Bianchi», sabor a café, para quitarles ese aliento a dragón de las mañanas! ―la gente soltaba algunas carcajadas al imaginarse la metáfora del dragón con su incinerante aliento.
Mientras mostraba sus chucherías al público y demostraba sus grandes dotes de orador consumado, la joven señora sentada a mi frente le interrumpió:
―¡Dos chupetas, por favor! ¿Cuánto cuestan? ―dijo mientras sacaba de su humilde cartera dos billetes arrugados de mil bolívares cada uno.
―Mil bolívares por una, mi princesa, y dos mil por las dos ―respondió el joven vendedor con su característico sentido del humor.
―¡Dame dos, por favor!
―¡Ya te las doy, mi princesa!
El joven vendedor metió la mano en la bolsita plástica contentiva de las golosinas y hurgando entre todo lo que tenía allí, logró sacar las dos chupetas rojas y grandes que entregó a la joven compradora después de recibir los dos billetes maltratados. Inmediatamente ella las guardó en su bolso, mientras los niños las veían con ojos de lobos hipnotizados.
―¡Es muy temprano para comer chucherías! ―les espetó ella sin la más mínima consideración y con bastante carácter.
―¡No se preocupen, mis príncipes, más tarde les pueden echar muelas! ―dijo el ufano vendedor para tranquilizarlos, mientras se retiraba a otro lado del vagón.
El tren se detuvo de repente y no fue precisamente en la estación. Tuve una fuerte punzada en el estómago, síntoma claro de la inevitable desesperación. Busqué rápido el reloj en mi bolso y vi la hora. Las siete y cuarenta de la mañana. Si esa parada era el indicio de un fuerte retraso, eso significaba que llegaría demasiado tarde a mi destino. Recordé la frase agorera de mi madre: “Si te vas en el tren corres el riesgo de perder el examen, ya lo dije». Sus sibilinas palabras me causaban cierto escozor porque siempre acertaba como todo buen oráculo. Logramos avanzar hasta Bellas Artes y apagaron las luces al llegar a ésta; luego nos mandaron a desalojar. El tren estaba presentando fallas de frenado, en palabras del operador, y habían ocurrido algunos cortes de energía eléctrica que estaban afectando el sistema de transporte subterráneo. Salimos al pasillo de espera de la estación y comenzamos otra vez a hacer la repulsiva cola. El tren con problemas se marchó en cuestión de minutos y al cabo de unos cinco se aproximó otro, completamente vacío. Logramos entrar sin mayores inconvenientes, gracias a la escasa cantidad de personas. Algunos pudieron sentarse y otros, como yo, nos quedamos parados de nuevo. La joven señora con sus dos niños estaba ocupando dos puestos y de nuevo, como algo inexorable del destino, estaba enfrente de mí. Obviamente se sentía más cómoda. Tanto que hasta se atrevió a ofrecerme uno de los asientos.
―Te puedes sentar aquí si quieres ―me dijo señalando el puesto donde se encontraba el hijo mayor.
―No te preocupes, estoy bien así. ¡Gracias! Además me quedaré muy pronto en Plaza Venezuela. Sólo me quedan dos estaciones ―dije para no importunarla.
― Vaya, yo también me quedaré allí ¡No digas luego que no te lo ofrecí! ―dijo ella un poco reprensiva en su intento de ser justa conmigo.
―Sí, de verdad muchas gracias ―le insistí.
El tren cerró sus puertas y emprendió el nuevo viaje hacia la siguiente estación. Ella me observaba de arriba abajo y yo sentí que me puso hasta nervioso. Luego se atrevió a decirme:
―Me llamo Sonia y tú, ¿cómo te llamas? ―preguntó mientras me extendía su delgada mano.
―Samuel…Un placer ―respondí sorprendido mientras estrechaba su mano. Alguien que quería conocerme era algo inimaginable para mí. Jamás pensé que fuese a establecer algún tipo de conversación con extraños en el tren. Casi nunca, o mejor dicho, yo nunca hablaba con nadie, sino sólo lo necesario.
―¿Por qué estás tan preocupado, Samuel?
―¿Cómo así? ―dije intrigado.
―Es que te notas como si tuvieses una gran preocupación por algo ―me dijo, mientras acomodaba al niño pequeño dormido sobre su hombro izquierdo.
―Bueno, sí. Ando muy preocupado porque tengo un examen de física en pocos minutos y me siento bastante presionado porque me parece que lo voy a perder.
―Lo imaginé. Hace rato observé que sacaste un libro de física de tu morral.
―Cierto, lo hice para repasar las fórmulas.
―Deben ser fórmulas muy complejas, ¿no es verdad?
―Sí, bastantes complejas. ¿Te interesa la física?
―La verdad es que no. Te cuento que yo pensaba estudiar medicina, pero por razones que no vienen al caso quedé embarazada cuando tenía catorce años. Me echaron de la casa y comencé a vivir con mi novio, el padre de Joan. Luego de tres años conviviendo con él en casa de sus padres volví a quedar embarazada y nació Víctor. Como verás, no ha sido nada sencillo dar a luz en plena adolescencia.
―Lo creo. Prácticamente tu futuro se ha tambaleado de una manera alarmante.
―Exacto, pero aún no dejo de soñar. Soy bastante joven todavía y creo que puedo hacer mucho con mi destino, como cumplir con mi deseo de estudiar una carrera y de ser una profesional con gran reputación.
―Estoy completamente de acuerdo contigo, Sonia. El destino lo determinas tú misma con tu trabajo y esfuerzo. No es algo que venga predeterminado como piensan algunos.
―Así es, Samuel. ¿Y por qué te gusta la física? ¿Qué es lo que te atrae de ella?
―No lo sé, en realidad. Sólo sé que me gusta saber por qué ocurren ciertos fenómenos físicos. Siempre me ha llamado la atención la forma cómo ocurren las cosas en la naturaleza. Tener la respuesta a ciertas preguntas tales como: ¿Por qué la lluvia cae hacia abajo y no hacia arriba? ¿Por qué nos mantenemos sujetos a la tierra y no nos desprendemos de su superficie cayendo al espacio? ¿Por qué las estrellas no se caen a la superficie del planeta? ¿Por qué tenemos cuatro estaciones al año? ¿Por qué la luz viaja tan rápido?
―Jajaja, ya entiendo. ¡Estás definitivamente loco, Samuel! ―ambos nos reímos a carcajadas.
En ese momento se presentaron, de manera intempestiva, dos hombres jóvenes, agarrados de brazos. Uno de ellos tenía la mirada perdida en el infinito y se apoyaba en el otro. Advertí que era un invidente cuando comenzó a hablar.
―Buenos días, mi gente. Soy una persona ciega desde que nací. De niño no pude estudiar ni prepararme en nada porque mi familia era de muy bajos recursos y yo no tuve más opciones que depender siempre de mis padres, quienes humildemente podían apenas darnos de comer a mi hermano y a mí. Desde que ellos murieron yo me he visto en la imperiosa necesidad de salir a la calle para pedir dinero o comida, lo que sea que me ofrezcan. Mi vida ha sido un completo calvario. ¡No se imaginan cuánto! Por eso acudo a ustedes el día de hoy para que se pongan en mis zapatos y desde la luz de sus generosos corazones puedan ofrecerme algo de comida o dinero que me permita seguir viviendo, al menos en estas condiciones. De verdad les digo que mi situación no es nada fácil y gracias a Dios que puedo contar con la ayuda y compañía de mi hermano, si no qué habría sido de mi dura existencia ―mientras ese muchacho de casi veinticinco años de edad hablaba yo me sentía terriblemente apesadumbrado. ¿Por qué? Creo que su discurso me caló en lo más profundo de mí. Pensar en que se es ciego desde la infancia y no haber recibido la ayuda de nadie después de la muerte de sus padres es algo muy desgarrador. Me condolí tanto que saqué mi cartera y de allí extraje un billete de mil bolívares para ofrecérselo. Ese sería mi gesto caritativo del día. ¡Si no fuera por la bondad de los hombres cuánta tristeza no habría en esos rostros de necesidad!, pensé. Otras personas también sintieron lo mismo que yo y extendieron su mano dadivosa con dinero y comida. Eso me hacía sentir muy orgulloso de veras. Hasta Sonia siguió el ejemplo, en medio de su inefable condición.
Los hermanos siguieron avanzando a través del vagón. En el siguiente daban el mismo discurso y aflojaban los corazones de la gente, siempre dispuesta a brindar su mejor colaboración y a pesar de sus deplorables condiciones. Yo los seguía observando con enorme curiosidad, hasta que Sonia me interrumpió.
―¿Qué miras? ―preguntó ella halándome una parte de la camisa.
―Nada…―le respondí―. Sólo que me contenta saber cómo un hermano sacrifica su vida por el bienestar del otro. Eso sí es el verdadero sentido de lo que es un lazo familiar.
―Yo habría deseado tener un hermano así, pero no todos corremos con la misma suerte ―respondió Sonia fijando su mirada también en ellos.
Seguimos sin complicaciones hacia Colegio de Ingenieros y en esta estación se marcharon algunos y entraron otros, como era habitual. El tren cerró sus puertas para poder avanzar. Cuando volví a ver la hora en el reloj eran las siete y cincuenta minutos. Me quedaban solo diez minutos para llegar a la prueba y aún me faltaba la última estación. Traté de tranquilizarme. El presagio de mi madre estaba a punto de cumplirse. ¡Y tanto que había estudiado para esa prueba! Me veía repitiendo la ingente cantidad de fórmulas y procedimientos de física y matemáticas. La voz de Sonia irrumpió de nuevo en mis cavilaciones.
―¿Adónde te fuiste?
―Sigo acá, ¿no me ves? ―dije irónicamente.
―Tonto, me refiero a qué donde te fuiste con tus pensamientos ―dijo ella con cierta confianza, mientras yo me reía.
―Pensaba en que creo que perderé la prueba. El examen comenzará a las ocho en punto.
―Y todavía tienes tiempo, ¿no es cierto?
―Sí, aún me quedan diez minutos, pero tendré que correr como una liebre hacia el salón. El profesor es muy estricto con la puntualidad.
―No te angusties. Sí llegarás a tiempo.
―Eso espero ―dije con cierto nerviosismo.
El tren se detuvo en Plaza Venezuela a las siete y cincuenta y tres minutos. Abrió sus puertas y cuando traté de despedirme de Sonia, quien también salía con sus dos hijos y el montón de bolsos encima, sucedió algo inesperado. El señor mayor, que minutos atrás había estado pidiendo dinero o comida en el vagón, se había desplomado al salir del tren. Debía estar demasiado débil. Sonia dejó de repente sus cosas a un lado y sin dejar de atender a sus niños se le acercó para ayudarlo, tal como si fuese un familiar cercano. El viejo lucía bastante pálido y casi sin signos vitales. Rápidamente se presentaron los operadores del sistema para brindarle auxilio. Requirieron el apoyo de otra persona y yo me ofrecí de inmediato, a pesar de que sabía que tenía el tiempo contado para la prueba. Lo cargamos entre todos y lo acomodamos en una camilla simple. Después subimos por las escaleras mecánicas y lo trasladamos a un área especial de cuidados de emergencia. Ahí lo acostamos en otra camilla más amplia y fija y pronto aparecieron los paramédicos para practicarle las maniobras de reanimación cardio pulmonar. Entretanto, nos sentamos a esperar. Lo extraño de todo esto era que Sonia seguía muy preocupada por el anciano. Casi que quitaba al personal que lo atendía y se ponía ella en su lugar. No me contuve y le pregunté:
―¿Qué te ocurre? ¿Por qué te sientes tan dolida por ese señor?
Se quedó pensativa durante varios segundos, luego su mirada me reveló todo y finalmente expresó:
―Es mi padre…Ese es el motivo.
―¿En serio? ―dije todavía incrédulo por la confesión.
―Sí, no es ninguna broma. Es mi padre. Quedó en ese estado después de la separación. Se hizo alcohólico y cayó en un completo abandono.
―Creí que vivía con tu madre.
―No, después que me echaron por haber quedado embarazada, mi padre trató de convencer a mi madre para que yo permaneciera en casa, pero ella se opuso rotundamente y yo tuve que marcharme. A raíz de eso, él comenzó a alejarse de casa y finalmente terminaron divorciados.
―Comprendo. ¿Por qué se habrá desmayado? ¿Crees que está muy grave?
―Sí, bastante. Creo que puede fallecer de una cirrosis hepática en cualquier momento. Todo el dinero que le dan en el tren lo usa para comprar licor. Me temo que lo hace a diario. Cada vez que lo veo, lo noto más acabado ―la expresión de Sonia reflejaba mucho pesar por su padre. No tuve más remedio que permanecer allí con ella mientras trataban de revivirlo. Al cabo de unos minutos y después de aplicarle algunas descargas de desfibrilación el anciano logró reaccionar. En ese mismo instante, ella se levantó bruscamente del asiento con Víctor ya dormido sobre sus hombros y en medio de una exultante alegría le vi algunas lágrimas deslizarse por sus maltratadas y secas mejillas. Intentó acercarse al cuerpo senil de su padre y después de haberlo visto con los ojos bien abiertos, pero aún perdidos en el espacio, nos pidieron que saliéramos unos minutos. Debían realizarle otros exámenes y no podíamos continuar en el área. Abandonamos el pequeño cubículo de emergencias y al estar afuera, me preguntó.
―¿No tienes que ir a presentar la prueba?
―Sí, pero ya no hay tiempo.
―Pero aún son las ocho y cinco minutos.
―Exacto. Eso indica que ya empezó.
―Lo siento. ¿Qué podrás hacer? ¿Ir a reparación?
―No, no puedo. Esta era la última oportunidad. Ahora sólo debo esperar el próximo semestre y repetirla.
―Entiendo, pero no te preocupes. Trata de mirar siempre el lado bueno de las cosas. Te beneficias del hecho de reforzar esos conocimientos y dominarlos mejor que otros que sólo la vieron una sola vez ―afirmó ella con algo de filosofía en sus palabras.
―Sí, tienes mucha razón, aunque eso supone un atraso en el tiempo aproximado de graduación ―repuse.
―¿Por qué decidiste ayudarme con mi padre en vez de ir a presentar el examen?
―Quizás no era parte de mi destino presentarlo hoy ―le dije para que no se siguiera angustiando ―. El señor estaba grave y necesitaban mi ayuda. Preferí hacerlo así. Quizás no se habría recuperado si no lo hubiésemos trasladado con tiempo.
―Tienes toda la razón. Unos cuantos segundos a veces hacen la gran diferencia. Muchas gracias por ese gesto.
―Descuida, no fue nada.
Esperamos unos quince minutos más y al rato llevaron a su padre ahora convaleciente. Ella lo abrazó con gran entusiasmo y le pidió, delante de sus nietos, que no siguiera consumiendo licor, pues eso lo llevaría directamente al cementerio la próxima vez. Hizo una pausa para presentármelo y continuó dándole un pequeño sermón tal como si fuera un niño que no sabe adónde va y necesita que alguien lo oriente. Después salimos a respirar aire fresco a la superficie. Caminamos hacia un largo banco de madera situado a pocos metros de la estación. Nos sentamos allí y hablamos durante casi una hora. Mientras tanto, el señor seguía estando absorto, en un completo silencio, y aunque Sonia y yo tratamos de sacarle unas palabras en algún momento, no logró ceder a ninguna de nuestras peticiones. El tiempo siguió avanzando hasta que finalmente tuvimos que despedirnos. Ella se fue con su padre y los niños en dirección a Sabana Grande y yo me interné de nuevo en el transporte subterráneo.
Más tarde, después de haber llegado a casa, me dispuse a revisar la lista de correos electrónicos recientes y en uno de ellos leí la noticia de que la prueba tuvo que ser suspendida. El profesor, como yo lo había deseado, tampoco pudo llegar a tiempo por fallas en el sistema de trenes. Una leve sonrisa se perfiló en mis labios y retomé mis apuntes de fórmulas físicas y matemáticas para afianzar los conocimientos. Seis estaciones fueron suficientes para entender que la vida es como un tren de circunstancias relacionadas entre sí y que cada quien la vive a su manera, aunque nos cueste mucho asimilarlo desde el principio.