Cariátide
Seudónimo: Reynaldo Hahn
Autor: Oscar David Medina
Día 1
El último día de clases la ciudad estaba más viva que nunca. Las luces de Navidad centelleaban como queriendo rivalizar con la luna, que a eso de las seis de la tarde ya brillaba sólidamente en el firmamento. Ese viernes tuvimos suerte. Ni la lluvia ni la bruma acudieron a infestar la ciudad y, a pesar de la corta jornada, era un día de clarividencia. Los niños pululaban en el centro, corrían por sus grandes caminos de adoquines, por sus pasajes casi secretos. Familias enteras atestaban las calles, las plazas, el mercado. Tuve la sensación de que algunas tiendas abrían hasta más tarde. Antes me parecía que la joyería y la marroquinería eran espejismos del sol. Recorrí las calles adornadas junto a los desconocidos, mirando deslumbrado los rincones de siempre. También tomé un par de fotos, como desconfiando de mi frágil memoria. Vi largas filas para entrar en las tiendas y el tumulto de la villa de Navidad en la Plaza Nacional. Varios alumnos me reconocieron entre la multitud y gritaron un «¡Hola!» que desentonaba con el francés rajado de su jerga. En primera instancia, me alegraba su entusiasmo; tal vez la ciudad los había contagiado.
Me encontré con Adriana y Cristina cerca de la Plaza de las Flores, que en esta época del año reemplazaba las macetas por armatostes de plástico envueltos con lucecitas. Así, aparecían de pronto, en pleno centro, iglús, osos polares, regalos, pinos, trenes…, como convocados por vientos septentrionales. Las muchachas me esperaban con las manos en los bolsillos y la calidez en la voz. Es más fácil resistir el frío en la burbuja de la lengua materna. Cuando por fin nos animamos a ir por el café, ya habíamos entrado en calor. Cristina conocía qué se servía de bueno en cada local y propuso que fuéramos al que estaba junto a la iglesia. Allí nos deshicimos de las gruesas extensiones de nuestros cuerpos: bufandas, abrigos, chaquetas. La conversación apuntó hacia el nuevo continente, nuestros planes para Navidad, los viajes que de seguro habría por ahí. Yo no revelé demasiado. Antes bien, escuché a Cristina hablar con entusiasmo de Suiza y Alemania mientras cierto remordimiento se gestaba en mí. Al final me quedé con una promesa esperanzadora: recibir el Año Nuevo con otros venezolanos en casa de Adriana.
No nos alcanzó la noche. Afuera aún se escuchaba la algarabía de la pista de patinaje, pero era muy tarde para intentarlo. Dimos una vuelta por el pequeño mercado instalado con cabañitas de madera. La música y la luz de la pista coloreaban el centro con un brillo festivo. Adriana compró una última cosa antes de marcharse y con ella se llevó a Cristina al otro extremo de la ciudad. Quedamos en volver a vernos en Saint Vit el treinta y uno de diciembre.
Día 2
Al día siguiente, como el último par de semanas, el sol no asomó la cara. Dormí a mis anchas, libre de las alarmas matutinas y otros estados de alerta. Hoy no había tarea urgente ni cita apremiante. La falta de motivación creó un largo e inusual vacío que llené bajo el calor de las sábanas. Dentro de poco, con motivo de las vacaciones, apagarían la calefacción central durante las próximas dos semanas. La luz grisácea del invierno se colaba oblicuamente en el apartamento del ala norte, sumiéndolo en una sombra anormal para esta hora del día. Desde mi lecho, la coreografía del polvo junto a la ventana solo acentuaba el contraste entre ambos lados del cristal.
Me levanté como atraído por ese afuera sugerente que no acababa de vislumbrar. La gruesa piedra había atenuado el repiqueteo de la lluvia, que abarcaba el horizonte. Abrí la ventana como para confirmar el frío inquebrantable y la cerré rápidamente, evitando así que se disipara el calor remanente del radiador a gas. La entropía, no obstante, ya se había puesto en marcha y pronto me vi en la necesidad de encender la calefacción eléctrica. Cociné un almuerzo desdeñable (era muy tarde para llamarlo desayuno) y, mientras bebía lo que le quedaba al cartón de jugo, me acerqué a la ventana. A esta hora, más allá del puente, hacia la avenida de Lahr, se formaba una fila de carros que se perdía con el cauce del río. Desde camiones y caravanas hasta motocicletas, pasando por camionetas y vehículos más pequeños, se alineaban en una hilera que apenas se movía. La salida hacia Besanzón estaba en esa dirección. Supuse entonces que los vacacionistas preferirían los recorridos pintorescos de la carretera nacional que la premura de la autopista. Yo los veía desde mi torre de marfil y toda su familiaridad —toda la manera en que asumían su familiaridad— me era ajena. En Caracas ni el encierro tiene esta luz.
Día 3
Al despertar, un dolor seco se me había instalado en la garganta. El radiador eléctrico me mantenía caliente, pero exacerbaba la insoportable resequedad del aire. Bebí una botella de agua y, con una chaqueta y zapatos deportivos, bajé a la sala de profesores por un café. Era tan insípido como insustancial, pero cualquier excusa era buena para dejar la habitación. Quería salir a tomar algo de aire, pero la fina lluvia seguía acariciando los techos. Al final, corrí escaleras arriba y puse a hervir un poco de agua para humidificar el ambiente. Prendí el teléfono y cedí a la mala costumbre de ver quién estaba cerca. Los puntos más cercanos se dibujaban en Dijon y Besanzón, como si las vacaciones se hubieran llevado a todos los pobladores de esta ciudad. Tal vez la lluvia los había adormilado.
Preparé tranquilo el calentador y me metí a la ducha. El agua cálida tenía una cualidad hermética, creaba su propio universo. El frío, la lluvia y la soledad eran materia de otra vida. Al salir, me sentía revigorizado y hallé la motivación para vestirme con cuantas capas pudiera. Todavía pensando en mi dolor de garganta, cogí mi gorrito, mi paraguas y salí a imbuirme de la vivacidad decembrina que me había animado hacía tan poco. Lo que encontré fue un desierto de piedra. La lluvia corría en pendiente por la Gran Calle, obedeciendo a milenarios sistemas de desagüe, y los adoquines amenazaban con hacerme resbalar. Las tiendas del centro, como ya era costumbre los domingos, permanecían cerradas. Una brisa gélida inutilizaba doblemente el paraguas, una vez porque me mojaba y otra porque lo dañaba. Apuré el paso hacia la villa de Navidad, pero un mal presentimiento me revolvía las entrañas.
La puerta de la iglesia estaba cerrada. Frente a ella permanecían inmutables las cabañas, pero las santamarías de los mostradores ocultaban ahora los adornos de madera, las luces multicolores, los postres típicos. Las barreras metálicas circundaban la pista de patinaje artificial, protegiéndola quizá de los fantasmas que aún veía deslizarse en mi memoria. Todas las risas del viernes por la noche, toda la música, todo el color, se habían diluido como azúcar. Siempre quedaba el vestigio, las ruinas de alguna felicidad, pero ahora parecía tan lejana, tan irreconstruible. Al volver a casa, saqué mi chelo e improvisé algunas tristes melodías.
Día 4
El cuarto día pasó sin pena ni gloria. La lluvia seguía cayendo. El destierro de la mañana se aplacó un poco gracias a un inesperado mensaje de Helène. Me preguntaba si no me sentía demasiado solo, si no tenía miedo en este gran castillo barroco. Le respondí que todo iba bien, que, de hecho, la próxima semana iría a celebrar un Año Nuevo à la vénézuélienne con Adriana. Eso pareció tranquilizarla y no volví a oír de ella. Mi respuesta me dejó en pensando en Noches Viejas del pasado. Hay en mi familia una sombra que desde hace años mancilla la celebración de San Silvestre. Recuerdo una casa grande de ladrillos rojos, el enrejado ominoso, la noche que en aquel entonces me parecía helada. Más allá de aquellos dominios, la vida celebraba una nueva vuelta al sol, un umbral de triunfo. Los gritos, las gaitas, los triquitraquis, los fuegos de artificio, desentonaban con el interior de la funeraria, donde mi familia reunida en torno a un féretro abierto lloraba adioses para mi abuela. Desde entonces, cada víspera de Año Nuevo volvía a afrontar la pérdida de una de las protagonistas de mi infancia temprana. Papá guardó luto por un año entero. La música abandonó la casa y el silencio solo acentuaba la ausencia. Mi abuela se llevó toda luz y todo canto. Es quizás por eso que hoy mi voz y mis manos se empeñan en espaciar el mutismo, en disgregar la quietud con melodía.
Esa tarde estudié concienzudamente a Haydn y Barber. También le escribí un mensaje a Adriana sobre la fiesta que había prometido. No obtuve respuesta.
Día 5
Luego de otro desayuno anodino, admití con reticencia que no podía seguir aplazando el aprovisionamiento. Además, podría aprovechar de traer algo para el treinta y uno, así no llegaba a casa ajena con las manos vacías. Me vestí con la pesadez del que sabe que no tiene más nada que hacer y me eché a la calle. Hoy el viento estaba ausente, pero el cielo de mi Macondo secreto seguía llorando lágrimas de cristal. El paraguas me acompañó en el camino, produciendo sombras periféricas que a veces me hacían tener la impresión de no estar solo. Nada más lejos de la realidad: la ciudad permanecía vacía, un cuerpo sin órganos. Crucé el puente convencido de que el caudal del Doubs había crecido. La lluvia hacia Montbéliard debía estar aún peor.
Lo vi mientras cruzaba la redoma hacia la calle del General Bethouart. Venía bajando la avenida como un rayo negro. Yo apuré el paso para no tener que encontrármelo de frente, con la esperanza de que siguiera de largo y no me persiguiera. Le di la espalda y continué mi camino. En una vida pasada, había salido tarde una mañana y no había visto al perro instaurado en su atalaya. Esa misma tarde Mirta le dio sagrada sepultura en el patio de la casa. La pala tenía tanto óxido que era como si estuviese hecha de tierra. Yo llevaba mis zapatos buenos y una camisa. El perro estaba desnudo. Mamá decía que los animales no estaban desnudos, que tenían un ropaje natural, pero uno no acaricia la ropa de la gente. Estaba claro que había algo de su desnudez que sentaba bien a los hombres. Igual este perro nunca se dejaba tocar. El barro de Mirta mancilló por igual su pelaje y mis zapatos buenos.
El supermercado estaba abierto, pero no había casi nadie. Unos cuantos cajeros se aburrían en sus puestos de trabajo como autómatas sin propósito. Tenía la lista en mente y busqué lo necesario como si hiciera esperar a alguien. Mientras pensaba en algo para la fiesta, me encontré con una pirámide de panetones en pleno centro del establecimiento. Llevé uno a la caja y pagué contento mi compra impulsiva. Mientras metía mis corotos en las bolsas de yute, se me ocurrió que tal vez debería haber comprado dos. Primero, porque tenía que constatar su sabor antes de obsequiarlo y, segundo, porque faltaba poco más de una semana para la Saint Sylvestre. Caminé hacia la entrada-salida resignándome a volver la semana entrante.
Afuera, en el estacionamiento, bajo la lluvia incesante, se había apostado el perro como una estatua. De cerca, reconocí una traza inquietante en su postura, en su espalda erguida y su cola batiente. La última vez que lo había visto estaba jugando con las flores de la vecina. A medida que me acercaba (no había forma de bordearlo para volver a casa), su dentadura impoluta se iba asomando más y más. A escasos pasos me detuve. Sentía mi avance sostenido en la tensión de su mirada. Busqué con calma la carne que había acabado de comprar. Retiré el plástico y sumergí la mano en la materia sanguinolenta. Arrojé el trozo tan lejos como pude y me lancé a la calle cargando las bolsas. El paraguas me estorbaba y, al dejarlo caer, se lo tragó la ribera. Desde el puente Luis XV, sus colores eran un espectáculo que casi me hacía olvidar los tres euros que me había costado, además de los cinco euros de la carne perdida.
No volví la cara hasta llegar al centro. Una sensación de seguridad me envolvió al entrar en la Gran Calle, como si hubiera vuelto a una fortaleza impenetrable. Marché más despacio, recuperando el aliento, y llegué a mi puerta en la calle de las Viejas Carnicerías. Para abrirla, dejé las bolsas en el suelo y solo entonces noté que la sangre aguada del cebo me había manchado una mano. Tanteé el bolsillo con la otra y extraje las llaves con cuidado para no arruinar los pantalones. Cuando por fin abrí la puerta, una sombra apareció doblando la esquina. Entré como pude y dejé mis compras afuera; el perro de mi padre ya se precipitaba sobre mí.
Día 6
En la mañana me asomé a la ventana. La bestia seguía allí, junto a la reja, montándole guardia a la puerta y al panetón. Lo miré asombrado desde arriba, considerando la transformación que había sufrido. Papá lo había amaestrado para que defendiera la casa. Yo aún recordaba la imagen de un Anubis austero custodiando al patriarca. En casa nadie hablaba de su semblante alarmado, alarmante, de su pelo azabache y su voz de relámpago. Nadie hablaba de su caza, de sus rojas dentelladas en la madera de la infancia. Yo no quería ver la sombra que me perseguía por el empedrado, que dormía entre callejuelas desiertas, pero había algo atrayente en su figura lóbrega: esta es la muerte que me llama. Hoy también me llamarían para celebrar Nochebuena y yo no tendría excusas para mi soledad ni para mi ayuno. El perro tiene la comida y el horizonte aún es una pared de plomo.
Me quedé un rato más en mi ciudadela. Adentro, a pesar de todo, tenía el mundo a la mano: fotos, amigos, canciones. Afuera solo estaban el perro y sus despojos. A pesar de que —como buen artista— me moría de hambre, aún no empezaba a desesperarme. En el salón de artes, a escasos metros de allí, había un cartel que rezaba «El futuro siempre tiene otro color». Yo pensaba en las plúmbeas nubes y en lo que me aguardaba. Futuro era cualquier cosa, diez minutos o mañana o pasado. Pasado es una forma de futuro. Quién sabe qué color tenía el veneno que usó la vecina la primera vez. Pensé en preguntarle a mi familia en cuanto recibiera la llamada, pero era quizás un asunto delicado. Adentro tenía el mundo en la palma de la mano.
Afuera, vi caer la noche en la tarde. Bajé las escaleras llevando la mermelada de fresa. La había adulterado machacando las pastillas de paracetamol del botiquín. Dejé el plato letal en la entrada del patio y abrí la puerta de madera rápidamente, de modo que me protegiera como un escudo. El perro, que probablemente ya había advertido mi presencia, entró y descubrió su merienda. Abandonando mi escondite, salí a la calle y tranqué con fuerza. De mis víveres, no recuperé sino el panetón y caminé por el centro bajo la lluvia. Al amparo de los techos de la plaza Grevy, llamé yo mismo a mi familia mientras me comía el pan dulce. Todos estaban allí, felices de verme, y el sentimiento era recíproco. Hablamos cerca de dos horas. Yo volví lentamente a casa, la noche estaba cerrada. Al abrir la puerta, me llevé conmigo lo que quedaba de mis compras en las bolsas empapadas. El perro casi ni se movió. Estaba en una posición incómoda, como si buscase respirar mejor. No le di mucha importancia. Cogí también el plato con los restos de fresa y subí a mi apartamento. Del otro lado del Atlántico, nadie sospecharía lo que le había sucedido, no podrían ver a mi perro metamorfoseado en esta piadosa efigie.
Día 7
La lluvia amaneció inclemente al día siguiente. Podía oírla aun postrado en cama, su ira me llegaba atravesando la piedra. Aprecié, no obstante, su franqueza. Los hombres mienten y sonríen. Los perros son sinceros en su rabia. El animal salió a morirse al patio. El aguacero unía cielo y tierra, y era como si el perro estuviese en medio. Quizás era su forma de ascensión. Yo debía pensar en una buena excusa para el señor Grosjean, el intendente.
Salí a finales de la mañana, después de darle muchas vueltas al asunto y dispuesto a perder otros cuarenta euros. La piedra de los caminos emulaba el hielo. Yo cargaba un bolso de mano con mi ropa sucia y una valija con el cadáver. Nunca he hecho mi equipaje sin llorar. Hay siempre una melancolía al fondo de las maletas. La costra se nos queda pendiente, pendemos nosotros de ella. Mi andar era el de un espectro en este pueblo fantasma. Yo, que he visto las aguas negras del Rin, puedo atestiguar que el flujo nos conecta. Mi perro seguiría el curso del mundo. Del Doubs, desembocaría en la Saona y luego en el Ródano. Allí navegaría el rumbo del sur, de vuelta a los caminos del sol, hasta llegar al Mediterráneo. Tal vez, con suerte, el bóreas lo impulsara al mar de Alborán y atravesara sin contratiempos el estrecho de Gibraltar. Ojalá no naufragara en el Atlántico y llegara sano y salvo a las costas de Macuto, donde antaño perseguía a los infantes que se atrevían a corretear sin su permiso.
De pequeños vivíamos en un edificio de espacios abiertos. El esposo de la vecina era carpintero. Recuerdo los caballos y elefantes que surgían de sus manos. ¿Dónde estaban los perros, dónde los dientes y la malicia salvaje? Una culpa soterrada me turbaba el espíritu. Me fui a lavar la ropa para que esa noche la luna no me viera. Agradecí en silencio la practicidad de un servicio ininterrumpido, aun en Navidad. Refugiado en la lavandería, pulsé botones e inserté monedas como si yo mismo fuese un algo mecánico. No reflexioné claramente hasta sentarme a esperar a que acabara el ciclo. Tarde o temprano llegaba la claridad de la consciencia; siempre he sido esclavo de estos ojos abiertos. La lluvia parecía agrietar los muros medievales del centro. La ciudad no era la misma y yo tampoco. Del otro lado del Atlántico, nadie sospecharía lo que me había sucedido, no podrían verme ahora metamorfoseado en esta efigie. Una lágrima se me escapó y antes de darme cuenta no hubo más revoluciones; el ciclo había terminado.
No me molesté en meter la ropa a la secadora, igual la lluvia se encargaría de empaparla. Salí entre edificios y calles medio derruidos. Yo pensaba en el pasado, el perro y el futuro. Todo se derrumbaba bajo la contundencia de mis pecados. Si enterraran mi cuerpo junto al perro, tal vez regresaría a morder los sueños que me quedaron por cumplir del otro lado del mundo. En la calle de las Viejas Carnicerías se caían los tejados desde los altos piñones. Las torres se iban inclinando más y más, como para verme mejor. En el suelo yacían puertas de madera y marcos de ventanas. Sobre mí llovían cristales, árboles, piedras, agua. Cuando estuve frente al colegio, mi casa, el ala norte trastabilló y se precipitó sobre mí. Le rogué al cielo que sobre mi tumba erigiera las rocas más pesadas, que por favor no me dejara resurgir de entre las sombras. Nadie atendió a mis plegarias. Por un tiempo solo escuché el repiqueteo de la tormenta arropando mi revestimiento, pero paulatinamente un ímpetu de lucha se me hizo irrefrenable. Extendí las piernas en esta ciudad de ruinas y, desde las alturas, era como si yo fuera parte de ella, como si cargara su peso sobre mí.