Título del cuento: Toser flores
Seudónimo: Rosita
Autor: Miguel Ortega
Esto fue parte de mi plan desde un principio. Quería escribir esto. Los accesos de tos son dolorosos, duele un poco más allá de la costilla. Es una parte del cuerpo que normalmente no siente. Pero se hace tan intenso como trueno fulgurante. Mamá creía que mi hábito no sería problema de ella. «Ja, ja, verduga». Llegó más temprano de lo que pensaba. Ahora ella está aquí.
—Deja de molestarme— decía Mauricio.
—Quita esa mierda de mi rostro— repetía furioso. No me gustaba que estudiara tanto cuando estábamos juntos. De todas formas, fue por eso que lo elegí a él.
Yo había salido con cinco o seis chicos durante toda mi vida. Pero todos eran unos agarrados, pobres destinados a la vagancia y las drogas (eran poetas). Mauricio, en cambio, era un tipo prestigioso en la universidad y le gustaba mantenerse en forma. Dormía las ocho horas, sabía cocinar, limpiar, le gustaba el cine, la poesía…y lo más importante, estaba locamente enamorado de mí.
—Yo por ti, Rosita, la vida— dijo una vez en la Avenida Las Américas. Primero me reí y después lo besé. El pobre seguramente pensó que yo estaba enamorada de él cuando en realidad lo quería solamente porque podía sacarme de una vida con problemas económicos, una vida precaria. Más o menos así fue. Pero él estaba tan enamorado de mí que podía seguirme amando, aunque yo le mentara la madre.
Varias veces le quemé la piel a su perro. El asqueroso perro era tan peludo que hubiera sido imposible descifrar la causa de aquella injuria.
—Creo que al perro se le quedó la patita atascada bajo la mesa— le dije y me creyó a pesar de que el perro no se me volvió a acercar nunca más. Objetivo alcanzado.
Mis suegros no podían esconder su incomodidad durante las cenas navideñas. Mauricio, otra vez, estaba tan enamorado que dejó de llevarme a esas horribles reuniones familiares con villancicos y sucios aguinaldos.
—Te prometo que solamente voy a toser flores— le decía con una sonrisa pícara y un guiño a Mauricio cuando se ponía intenso.
Mamá y papá dejaron de prestarme atención cuando me vieron entusiasmada leyendo los libros de Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik que la tía Marisol había dejado en mi habitación por error. Peor fue cuando les dije que quería estudiar filosofía y letras. Tras aquella decepción me tocó buscar trabajos mediocres en la ciudad. Varias veces, a decir verdad, me hubiera gustado ser puta.
A Mauricio el tiempo no dejó de nublarlo. Me quería tanto como a su propia vida. Podía hacerlo mi esclavo si hubiera querido. En cambio, procuré hacer lo mejor posible mi papel de la mujer que espera al marido en casa durante todo el día.
Todas las noches me traía una bebida de chocolate y panes dulces. Me hacía la enamorada y seguía en lo mío. Él se iba a lo suyo y hablábamos al rato vagamente.
—¿Qué hiciste?
—Lo de siempre, escribir historias, auscultar, pensar (suspiró), y esperar con desasosiego la hora de salida para poder verte y escuchar tu voz.
Así de loco estaba. Hubiera sido imposible que yo amara así a alguien más. Yo vine aquí a esto.
Me la pasaba todo el día leyendo. Quería escribir un libro, pero nada me salía sino garabatos. Les tomaba fotografías a los indigentes en la calle y me gustaban los pájaros, aunque los ahuyentara mi presencia. Había algo en mi piel que hacía espantar multitudes a pesar de mi belleza. Mi dermis estaba llena de cenizas.
Bajaba varias veces a la panadería con el dinero que Mauricio me dejaba y compraba mis vicios. Los panes dulces no los comía sino cuando llegaba Mauricio. Con un café pesado compartíamos un rato de aromas cargados. Entonces lo que hacía era comprar manzanas, uvas y de vez en cuando un vino tinto.
Mamá y papá nunca preguntaron cómo me iba en los estudios. Estaba destinada a la derrota por medio de las letras. Varias veces escuché a papá decir que hubiera preferido un varón y que nadie en estos tiempos quiere leer a una histérica mujer. Mamá asentía casi siempre. Nunca me dejé engañar por el corazón ni los putos genes. Yo no amaría a esa gente por más que fuesen mis padres. Esas ratas me abandonaron cuando lo único que quería de ellos era un abrazo y aceptación.
—Tranquilo mi amor, solo es un poco de sangre. Míralo así, es la tinta de los pétalos que brotarán de las rosas que te dije nacerían en mi pecho.
Mauricio hubiera conseguido mejores mujeres para él. Pero, ja, ja; él me quiso a mí. Se equivocó. Así es el amor. Ahora no sé si después de todo esto ese pobre hombre pueda ser feliz. Sería capaz de quitarse la vida solo para comprobar si nos podemos volver a encontrar. Yo no creo en nada de esas cosas, pero sería una completa decepción si tuviera que volver a encontrarlo.
Algunas prominencias óseas lucen sexys al principio. Después no tanto, después duelen, después se quiebran.
—Se va a morir— dijo el médico sin percatarse de mi presencia.
El apartamento seguía inundado de mis olores. De repente, en tropel, llegaron todos desesperados. Ni siquiera me propuse pedirle a Mauricio que no dijera nada.
Ahora me la paso todo el día tosiendo flores. Las espinas se han quedado atascadas en mi pecho, se acumulan y lo desgarran lentamente. Desde pequeña tuve el tórax un poco excavado, eso les daba un relieve más estético a mis tetas. Las hacia caer armónicamente a los lados. Pero siempre me extrañó aquella tendencia del esternón. El pecho excavado es una variante anatómica de la normalidad. El esternón forma una depresión cóncava hacia el tórax. O más bien, hacia el corazón. Eso me explicó Mauricio. Es poético si lo vemos con cuidado. El esternón, decidido a terminar con tus sufrimientos, se dirige hacia el corazón bajo la promesa de algún día, a causa de un bonito incidente, atravesarlo, traspasarlo y dejar la sangre regada por todos los pulmones. Cómo si uno desde un principio estuviera destinado a una vida triste como la mía y el cuerpo, sin más remedio, decidiera hacerte el favor de quitarte la vida o al menos darte una mano en ese trabajo que no es tan sencillo.
Ay, pero yo lo hice complacida desde el principio. No hizo falta, esternón, yo hice la tarea.
Los médicos decían que mi clínica era demasiado florida. Y vaya que lo era, me la pasaba todo el día tosiendo flores.
Me tocó escuchar durante meses el tibio y penoso llanto de Mauricio en el baño después de que yo le hablara todas las tardes.
—Tranquilo, mi amor, todo es como tú lo veas. En realidad, si vieras que lo que estoy tosiendo es flores y no sangre. Que lo que hay en mi piel no son manchas sino luciérnagas y alelís, no pasarías el día tan deprimido.
Me abrazaba como si mi cuerpo fuese de vidrio y se iba a acostar en la cama. Yo casi no dormía. Seguía leyendo cosas de Alejandra o Virginia y dormía media hora al día. Seguía en lo mío toda la noche. Tampoco escribí un libro, ya era demasiado tarde. Hubiera quedado a penas medio empezado y eso me daba más vergüenza.
Ahora están todos aquí reunidos. El esternón tuvo una pequeña fractura a causa de las metástasis que lo pusieron blando. Mauricio, como fiel y estúpido enamorado me pasa los cigarrillos cuando papá y mamá salen del cuarto de hospitalización. De todas formas, no creo que papá y mamá sean tan idiotas como para creer el cuento de que aquel divino olor proviene de otro lado. Su atención ahora está puesta en mí como siempre quise. Y yo lo que hago es insultarlos. Les hice un favor eligiendo a Mauricio. El pobre es el que me limpia todos los días y carga con el peso de verme en este decadente estado que todos refieren pero que yo desconozco.
Los espejos no alcanzan para poder ver ese cuerpo que todos ven.
—Mauricio pásame el espejo, hoy estoy más bella que nunca— le dije y tosí dos flores.
En el espejo estaba yo. Mi cuello estaba tapizado por pétalos de rosas. Mi pecho era un jardín de gladiolas. Mis senos se habían convertido en una floración de geranios y de mis pestañas se habían hecho girasoles diminutos. De mis escapulas brotaban alas de mariposa: una reacción química maravillosa, histérica e inútil ¿Qué iba a hacer yo con unas alas de mariposa? Hay gente que dice querer tener alas sin saber que después de un rato estarán otra vez decepcionados. Yo estaba más rejuvenecida que nunca. Mi cuerpo exhalaba un aire fresco. Supe que ese día estaba bellísima gracias a aquel espejito. Me sentí un poco decepcionada cuando escuché llorar a papá y mamá, cuando los escuché pidiendo un cura para perdonar mis pecados, cuando escuché a Mauricio maldecir al cáncer de pulmón que en realidad yo misma había creado en forma de jardín.
Nada más extrañaré tu olor.