Zombie

ZOMBIE
Seudónimo: La Tejedora
Autora: Annya Rivas López

Cráneo, occipital, maxilar inferior

Una vez leí que el corazón bombea cerca de 4,7 litros de sangre por minuto, tal vez esa era la razón por la que cuando asesinaron al primo de Reiber, y la bala perforó su yugular, el chorro de sangre había sido incontenible durante algunos segundos, hasta que finalmente los latidos en su pecho se detuvieron por completo.

Siempre recordaba cosas como esas: que la columna vertebral está constituida, en su mayoría, por treinta vértebras; o que el 7 % del peso del cuerpo pertenece a la sangre, o que respiramos entre dieciséis o quince veces por minuto. Acumular datos como estos hizo que mi maestra de tercer grado, Celia, creyera que yo tenía madera de médico y que siempre canturreara que, si me lo proponía, «mi mente brillante» me ayudaría a convertirme en doctor. Durante algún tiempo le creí, se me hizo fácil memorizar los huesos, músculos y órganos y cuando algún novio de mi mamá llegaba borracho a la casa y estrellaba su rostro contra la pared, recitaba todo lo aprendido como una oración, como si mencionar los huesos faciales contribuiría a curar los moretones y cortadas que aquellos hombres producían en mi madre.

La maña me había quedado desde entonces, como un mantra. Lo hacía de forma inconsciente, como cuando Estefani había nacido y mi mamá me dejó en la sala de espera junto a mi abuela, esa vez recité por primera vez los 208 huesos y volví a hacerlo cuando le dimos la bienvenida a Yorber, a Frank y a Paola, mis otros tres hermanos. De grande fui diciéndolo cada vez con menos frecuencia, luego de que caí en cuenta de que solo era un carajito de La Vega, pobre, con una madre soltera y con todas las estadísticas en contra, así que no tenía sentido repetir algo que poco me serviría, pues, aunque la maestra Celia seguía diciéndome que yo podía, ¿cuántos chamitos de barrio eran médicos con cuatro hermanos y una madre a cuestas? Seguramente muy pocos.

Columna vertebral, clavícula, omóplato

―La chamba es sencilla ―empezó Junior, era un hombre alto y panzón, con una sonrisa desquiciada que me daba escalofríos―, e’ estar disponible pa’ mí y pa’ el jefe, a la hora que se necesite. 

Un chamito como de quince años entró en la sala, tenía un arma enorme atada a su espalda y sostenía otras dos pistolas más pequeñas que colocó en la mesita frente a nosotros, siempre sin mirarnos, con sus facciones, sin ninguna muestra de algún sentimiento humano.

―Esta’ son pa’ lo’ nuevo’, mientras aprenden a dispara’ ―dijo mirando con atención mi rostro y luego observando a Reiber, que se encontraba en la silla contigua, mirando todo con fascinación―. El Niño les va a enseña’, dice que ha matado a más de quince ratas, así que se podría decir que es un experto.

El chamito, de cabello liso y corto, sonrió un poco, alardeando de sus logros. Observé a Junior tomar una de las armas, medir su peso y luego apuntó hacia mí, con esa mirada demente que lo caracterizaba y que me hizo levantar las manos como un acto reflejo, mientras mi respiración se hacía lenta y una fría gota de sudor se deslizaba por mi columna vertebral.

―¿’Tas caga’o? ―quiso saber.

Asentí lentamente con la conciencia absoluta de lo que ocurría, él tenía el poder y quería demostrárnoslo, pues un movimiento en falso de sus falanges haría volar mis sesos por la habitación y él quería que lo supiéramos, que supiéramos quién era el que mandaba.

Intenté que mi respiración se calmara, sentía la mente nublada mientras que mis latidos llegaban con fuerza a mis oídos, al ritmo de sístole y diástole que bombeaban la sangre por mi cuerpo. Dejó la pistola de nuevo en la mesa con movimientos demasiado lentos para mi gusto y suavizó un poco su expresión maníaca, bajé mis manos despacio mientras el martilleo en mis oídos se iba apagando poco a poco hasta volver a la normalidad.

―Mañana empiezan las clases con El Niño ―dijo, mirando al aludido, quien asintió sin rechistar―, este es un adelanto de lo que les vamos a pagar cada semana.

Otro hombre, delgado y larguirucho, dejó dos billetes verdes junto a las armas. Miré a Reiber por  el rabillo del ojo y fui repitiendo lo que hacía: tomé el dinero, lo doblé y lo guardé en mi bolsillo trasero; tomé el arma, sentí el metal frío contra mi palma, observé sus detalles y, luego, la guardé en la cintura de mi pantalón, mientras intentaba detener el temblor involuntario que seguían teniendo mis manos.

―Mano, ¿te sientes bien? ―preguntó Reiber y yo asentí, percibiendo las miradas divertidas de El Niño y Junior―. Te ves burda e’ pálido, ¿’tas seguro?

Confirmé de nuevo dirigiéndome hacia la puerta que separaba la cocina de la estancia, mi cuerpo se sentía lento y pesado y, a pasos torpes, salí de aquella pequeña casita, cercana a la punta del cerro, pero algo había cambiado y no sabía a ciencia cierta qué era.

Esternón, costillas, pelvis y coxis

―¿Seguro que te sientes bien? ―preguntó de nuevo Reiber mientras bajábamos despacio las escaleras―. Te ves enfermo, mano. Deberíamos irnos en la moto y llegarnos al Pérez, seguro que la arepa te cayó mal o algo.

Negué de nuevo mientras divisaba mi casa, con esa pintura amarilla y desteñida que el Gobierno había regalado alguna vez.

―Ese seguro es el susto ―comenté, restándole importancia a lo que decía―, eso se me pasa ahorita.

Encogió sus hombros como si la decisión ya hubiese estado tomada, se despidió con un asentimiento de su cabeza y cruzó hacia una callecita estrecha en la que compartía una pieza con su mujer y sus dos hijos, Alejandro e Isabel. Lo miré hasta que su figura se perdió entre las casitas irregulares y seguí bajando hasta llegar a mi casa, que debía estar desierta en aquel momento.

Pasé a mi cuarto sin mirar a los lados, cerrando con agilidad las puertas que abría para llegar a mi destino. Ya, en mi habitación, saqué la pistola que comenzaba a quemar mi piel y a pesar en algún lugar de mi conciencia.

―¿Cómo me metí en este peo, Dios mío? ―pregunté en un murmullo, mientras miraba aquella cosa metálica en medio de la cama.

Recordaba los últimos días a flashes: a Reiber hablándome del Junior en aquella fiesta que habían organizado en el barrio, luego diciéndome que estaban buscando gente para garitear y que, como él y yo estábamos desempleados, éramos «los propios» y, finalmente, me recordaba subiendo las escaleras para llegar a aquella casita que se veía casi en la punta del cerro, que funcionaba como su centro de operaciones de aquellas cosas ilegales y violentas que todos sabíamos que se hacían allí, pero que nadie quería reconocer.

Era plata fácil, según lo que había dicho Reiber, vigilar la zona, avisar si ocurría algo raro y si venían los pacos, dispararles. Sin embargo, a diferencia de mi pana, la idea de disparar no me era tan agradable, ya que para él se trataba de una venganza personal, una que quemaba en su pecho desde el momento en que había observado, impotente, la muerte de su primo en un enfrentamiento entre la policía y el hampa muy cerca de nuestras casas. Yo, por otra parte, no tenía muchos motivos además del billete que se encontraba en mi bolsillo y que me ayudaría a mantener a mi mamá y a mis hermanitos, pues Frank y Paola aún estaban en la escuela y Yorber y Estefani comenzaban a exigir lo que tenían sus amigos del bachillerato.

Húmero, radio y cúbito

―Te ves horroroso ―dijo Paola, acaba de llegar a la casa desde el colegio, una escuela de monjitas que quedaba cerca de la plaza―. ¿Te sientes mal? 

Negué repetidas veces mientras despeinaba su cabello ondulado. En mis meses de desempleo, Paola era con quien más había compartido, pues mis otros hermanos, después de clases, iban a alguna cancha o a la casa de algún amigo hasta que empezaba a anochecer.

―Deberías tomarte un güarapito y dormir, estás full pálido ―dijo mientras dejaba su bolso en una de las sillas y caminando tranquila hasta la cocina.

Paola era inteligente y aplicada, nadie la obligaba a hacer sus tareas y siempre sacaba buenas notas, así que era un poco de calma en medio del caos que generaban mis hermanos.

―¿Qué hay de comer? ―quiso saber luego de que se cambió el uniforme, sentándose a la mesa mientras ojeaba uno de sus cuadernos.

―Pasta con carne molida ―comenté y ella levantó su rostro de lo que leía, con curiosidad.

―¿Empezaste a trabajar? 

Negué nuevamente, haciendo que una de sus delgadas cejas se alzara de forma inquisitiva. Mi abuela decía que los niños de hoy en día no debían ser subestimados y Paola me hacía reafirmar ese dato.

―Es que me pagaron una plata ―comenté, restándole importancia y ella asintió, como si de verdad no quisiera saber en lo que me estaba metiendo.

Comimos en silencio, pues mis ideas no eran claras y no quería que se me fuera el yoyo con mi hermanita de diez años.

Carpios, metacarpos, falanges

El Niño hablaba poco y solo decía lo necesario. Como no éramos muy diestros con las armas y se notaba, durante los primeros días se quejaba de nuestra incompetencia y de cómo Junior había conseguido a los más inútiles tiradores de La Vega. Pero cuando Reiber comenzó a mejorar y a mí me comenzó a ir peor, me convertí en el blanco de sus insultos.

―Marico, no es tan difícil, ¿cómo te va a ir cada vez peor? ―comentó El Niño irritado durante nuestro descanso―. Además, cada vez estás más feo pa’ la foto, ¿has ido al médico? 

Reiber asintió dándole la razón. 

―Yo le dije, mano ―confirmó―. Está como hinchado, ¿verdad? 

Ambos me observaron fijamente para luego seguir comiendo en silencio sus respectivas empanadas. 

Los últimos días parecían una masa deforme de ansiedad y disparos, huía de mi casa, apenas mis hermanos se iban a sus colegios, esperaba a Reiber en el callejón y luego subíamos juntos hasta la punta del cerro, donde El Niño nos aguardaba para practicar durante algunas horas bajo el sol caraqueño, observando al cada vez más diestro Reiber, mientras mis manos, extrañamente endurecidas, azuladas e inmóviles, no se decidían a cooperar.

Me sentía frustrado, sabía que todo el mundo notaba mi fracaso por las miradas de soslayo que me daban, apenas llegaba a arriba; sin embargo, a Junior no parecía importarle demasiado, pues estaba centrado en algunos otros asuntos, como la búsqueda de más gente y la ampliación de su territorio. Mi mamá me contaba con preocupación lo que decía la gente en las camionetas sobre lo que ocurría, sobre los hombres armados, las vacunas y la incertidumbre, nadie sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando y, aunque nosotros estábamos adentro, tampoco estábamos al tanto de nada, solo que cada vez llegaba más y más gente a la casa del cerro y que las ráfagas de los gariteros se repetían cada ciertas horas, diciéndole a los habitantes de La Vega que todos estábamos allí, tan cerca que podían vernos y escucharnos.

―¿Tú crees que se atrevan a venir pa’ acá?―le pregunté a El Niño.

―Yo no sé, mano ―comentó―, pero nos estamos preparando por si eso vuelve a pasar, esta vez no será tan fácil.

Se refería a un incidente que había ocurrido en otra parte de La Vega, los vecinos contaban que luego del tiroteo, largo y tendido, los pacos los habían bajado a todos envueltos en sábanas, como si se tratara de sacos de papas y no de gente.

―Bueno, muevan ese culo ―comentó El Niño poniéndose de pie y yo lo seguí, dejándole mis empanadas a Reiber para que se las comiera luego.

―¡Viste! Tampoco está comiendo. Yo creo que nos tenemos que lanzar para el Pérez, mano, estás burda e’ feo. 

Negué y ellos hicieron lo mismo, me dejaron atrás mientras mis piernas debilitadas me hacían dirigirme de forma lenta y acompasada al pequeño campo de tiro improvisado donde debíamos seguir practicando.

Fémur, rótula, tibia

―Tienes que ir pal’ médico ―dijo mi mamá al verme en su cama―. Paola me dijo que hace rato vio como dejaste la poceta y que tu orine era marrón. Ella está preocupada, me explicó que no estás comiendo bien, ni bebiendo agua, que siempre tienes frío y yo no sé qué tantas cosas más, dice que según Google podrías tener como diez tipos de cáncer terminal, o algo así. Por favor, ve al médico y deja de angustiar a tu hermana.

―Paola está exagerando, mamá ―le comenté poco alarmado―, los niños se inventan muchas vainas raras.

Mi mamá me miró dubitativa, con esos ojos cansados que demostraban lo agotadora que había sido la jornada laboral.

―Yo solo digo que estás extraño ―explicó―, te ves enfermito y lo que menos que necesito es que te pase algo. No sabríamos qué hacer si algo te pasara… Te necesitamos vivo y bien, así que ve al médico y que te digan qué te pasa.

Asentí varias veces y salí de la pequeña habitación dándole un poco de intimidad a mi mamá, tanto como lo permitía nuestra casa de dos habitaciones para seis personas. Entré al baño, encendí la luz y me miré en el espejo, sin ver lo que ellos veían, estaba ojeroso y pálido, tal vez mis pómulos se veían más prominentes, pero creía que se debía al estrés de los últimos días, de las prácticas, de saber que escondía un arma en la casa y de no estar seguro de si sobreviviría al final, o de si, como a los otros, los policías me cubrirían con una sábana, me bajarían cargado como a un saco de cemento y al final me tirarían en la cabina de una camioneta como cualquier cosa.

Apenas podía dormir, comer o hacer algo más que pensar en que tal vez le debí hacer caso a la maestra Celia, que no debí acompañar a Reiber a aquella rumba o que debí decir que estaba enfermo antes de visitar aquella casa del cerro. Sin embargo, la suerte parecía echada y ya no había vuelta atrás. 

Antes de salir, sentí un hedor nauseabundo que provenía de algún lugar del baño, cerré la puerta detrás de mí y me recordé a mí mismo que mañana conseguiría lo que producía tal pestilencia.

Peroné, tarsos, metatarsos

Los policías habían tomado La Vega, eso era lo que todos leían en las redes, lo que se murmuraban los vecinos, porque el silencio de la parroquia era tenso y anhelante, como si estuvieran a la espera del ansiado final, para que por fin bajara el telón y todo el mundo pudiera correr a contar lo ocurrido desde sus puntos de vista.

En las redes había videos de las tanquetas y de los disparos, de la gente huyendo por callecitas alternas y agradecía que mi mamá y mis hermanos se hubieran ido muy temprano a sus responsabilidades y que no me tuvieron que ver subiendo cerro arriba con mi pistola en la cintura.

―Vete con El Niño, anda ―dijo Junior apenas me vio, tenía un arma enorme y estaba con al menos diez hombres más―, está en la garita.

Caminé tan rápido como mis piernas lo permitían, mi cuerpo se sentía extraño y acartonado, como si la movilidad de mis articulaciones se hubiese reducido un 60 % sin ninguna razón aparente, aparte de la ansiedad.

―Mano, por fin―dijo Reiber, mientras El Niño se encontraba a su lado mirando hacia abajo a través de unos binoculares―. Pero hoy ‘tas más feo que nunca, te debiste quedar en tu casa.

El Niño se quitó los binoculares para ver y asintió. Su rostro sin expresión se veía más infantil que nunca, pues, aunque tensaba su cuadrada mandíbula, sus ojos mostraban que era un adolescente, uno que había experimentado más violencia y muerte que mi hermano Frank, que apenas era un año menor.

―¿Están cerca? ―quise saber y él asintió.

―Los que están más cerca los están cayendo a plomo ―dijo―, no han avanzado mucho en los últimos minutos.

―¿Y los nuestros? ―pregunté y se echó hacia atrás el cabello liso.

―Ya hay muertos ―dijo sin darle mucho interés, tal vez para que no fuéramos muy conscientes de lo que se avecinaba.

Calcáneos y falanges

Los disparos eran ensordecedores, sabía que los policías estaban cerca porque la voz de Junior había pasado de ser altanera y calmada a hostil y desesperada. El piso estaba lleno de balas, que brillaban al sol abrazador del mediodía. A través de los comunicadores nos decían que teníamos que aguantar, que solo las ratas corrían, pero ¿hacia dónde correr?, no había escapatoria, era hacia las balas de los pacos, o era hacia el monte, donde en algún momento nos encontrarían.

A mi lado, Reiber hacía lo que podía, su rostro moreno y sudado estaba rojo de la ira y el esfuerzo y a cada disparo que se estrellaba contra alguna pared cercana repetía maldiciones y padrenuestros, con lo profano y lo sagrado que se juntaban en la lengua cuando el final se veía más cerca de lo imaginado. 

―Mano, ¿y si nos matan? ―preguntó Reiber entonces, como si su mente y por fin sus ojos hubiesen notado la mosca en la pared.

―¿Qué más va a pasar, pue’? ―ladró El Niño cerca de nosotros, sudado, pero con sus facciones imperturbables―, te van a enterra’.

Vimos a uno de los hombres caer muy cerca de nuestro lado, mientras el charco de sangre se deslizaba silencioso sobre la tierra.

―Ta’ frito ―dijo El Niño―. Eso es lo que nos va a pasar a todos, nos salvemos de esta o no.

Siguió disparando, concentrado, como si fuera un robot humanoide, sin ninguna otra preocupación más que el aquí y el ahora.

―¿Crees que Junior esté activo? ―le pregunté a Reiber por lo bajo y él me miró confundido y luego sonrió.

―Deja la guachafita, gafo, madura ―mientras su respiración acelerada denotaba su cansancio, yo lo miré sin comprender―. ¿Mano no te acuerdas? A Junior lo mataron hace como quince días en Valle Alegre.

Yo negué confundido, había visto a Junior en la entrada de la casa y seguía escuchando su voz por el comunicador.

―Pero si yo lo vi hace rato, mano ―expliqué y el Niño negó.

―¿Cómo lo vas a ver si se lo están comiendo los gusanos en el Cementerio General del Sur?, ¿’tas loco?

Sentí una ráfaga de tiros caer muy cerca y me pegué más a la tierra mientras mi respiración se acompasaba.

―¡Ya llegaron a la siguiente garita! ―gritaron por el radio con desesperación, la nuestra era la siguiente.

Los disparos se detuvieron por un segundo y cuando iniciaron de nuevo ya observábamos a los policías, con sus uniformes negros que debían sentirse como en un horno a setenta grados centígrados. El Niño agarró una granada y la lanzó con destreza. Mis manos, apenas móviles, no tenían ni la velocidad, ni la agilidad para hacer lo propio, así que solo me dediqué a observar lo que sucedía y, en ese momento, fui consciente, de que, a diferencia de Reiber y El Niño, que sudaban a mares, yo no tenía calor. Toqué mi frente seca y me pregunté qué pasaba conmigo, apenas sentí cuando una mosca chocó contra mi ojo y en cómo, algunas más, revoloteaban a mi alrededor como un enjambre negro.

Un disparo sonó muy cerca de mí y lo seguí con la mirada mientras recordaba mis últimos días: el color y las manchas en mi piel, mi falta de apetito y el endurecimiento de mis miembros, la hinchazón, la sordera y las alucinaciones, toqué mi muñeca intentando medir mi pulso, pero no había nada. Oí una nueva bala casi peinar mi cabello y luego lo fue como sentir una picada de abeja en mi cuello, llevé mi mano a mi garganta mientras los ruidos a mi alrededor se hacían más y más abstractos, miré hacia abajo para observar la sangre caer y no fue así, en vez del fluido rojo, brillante y ferroso, me encontré una pasta negra que comenzaba a deslizarse por mi camisa y, en ese momento, fui completamente consciente de mi sintomatología. La agonía y rigor mortis habían empezado a endurecer mis músculos hacía tiempo y mi sangre espesa, que se deslizaba con dificultad sobre mi camisa, gracias a la gravedad, solo mostraba que tal vez mi corazón había dejado de funcionar hacía algunas horas, por ende, ya estaba muerto antes de que entrara en mi cuerpo aquella bala, incluso antes de que subiera por la colina aquella mañana.

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