Los pararíes y el abismo del holandés

Los pariríes y el abismo del holandés
Seudónimo:
Eloisa M. Torrancel
Autor: Fidel Acosta

Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
Jorge Luis Borges, Elogio de la Sombra

Saliendo de Nueva York en camino a Maracaibo,

Buque Panther, línea del caribe Red D 2 de mayo de 1916

Paciencia, Robbee, tienes que ser paciente. Gracias a las labores de Sir Henri pude reunirme con el gerente temporal de la Caribbean Petroleum Company y asegurar mi camarote.

Querida, no te molestes conmigo por no haber escrito antes. Luego de cargar el equipaje me quedan pocas fuerzas para algo más que echarme a dormir. En Nueva York compré varias herramientas de mano, insumos fotográficos, sesenta libras de guindaleza y suficientes municiones como para declararle la guerra a los Estados Unidos de Venezuela. Dicen que allí las municiones son defectuosas y a veces refabricadas de tiros ya usados.

Sir Henri tuvo la cortesía de dirigirle una misiva al Presidente de Venezuela solicitándole apoyo para nuestra misión. ¡Y le fue contestada con un decreto presidencial que llama a todas las autoridades del país a ayudarme en mi paso! No sólo eso. Al parecer un tal ministro Andrade irá a recibirme al puerto de Maracaibo.

Cariño mío, si esta nación es tan gentil y dada a la investigación como parece serlo, esta podría ser la primera de muchas expediciones. ¿Te imaginas a tu esposo convertido en el descubridor de grandes templos nunca vistos? ¿Y si hallo una nueva raza de salvajes? Alcanzaría un importante prestigio, más una plaza fija en la Universidad que tanto ha negado mis méritos. A todos esos catedráticos amaestrados, como Armstrong, K. Waller, Barry o Arnold Clapham, les causaría un aneurisma que el holandés se llevara los laureles que pudieran tener si despegaran el culo de las sillas. Además, seguro que en las montañas occidentales de Venezuela hay grandes pozos de petróleo que permanecen ocultos por la barbarie de los nativos.

  1. No desesperes, Robbee, si pasa el tiempo y no sabes de mí. Administra concienzudamente la pensión y no tengas vergüenza en pedir un préstamo a Sir Henri si lo crees necesario. Cuando te angusties, piensa que al menos ya no vives en casa de tu padre, que ahora es una barricada de la Reichswehr.

Con afecto,

Theodoor De Booy

El Panther arribó a las orillas del Lago el 18 de mayo, luego de cinco días de retraso causados por un accidente. Al parecer un gato derramó un galón de brea mal colocado, lo que causó un incendio en el cuarto de máquinas. Esos días fueron de alegría y festín dionisíaco, ya que el Capitán Witt dio permiso a la tripulación de pasearse por el minúsculo pueblo de Aruba mientras los mecánicos destapaban los pistones. Al cuarto día sin movimiento, los marineros buscaban ron para dormir y mujeres para beber. Para no sentirse encarcelado Theodoor se apartó de sus manuales científicos y se animó a pisar tierra. Allí mantuvo una charla especialmente nutritiva con su compatriota, el teniente Leugenaar, en la que intercambiaban opiniones sobre la Gran Guerra, recuerdos de las mayólicas de Delft y las viñas florecidas de Dordretch. Theodoor no extrañó portar el uniforme de la Koninklijke Marine, pero la corona y el ancla bordados en las chaquetas le justificaron la morriña. Era la misma insignia a la que su abuelo, el gran Vicealmirante Chrétien De Booy, le rendía culto. Al zarpar de Aruba, los cargueros se prometieron siempre traer un gato a bordo, que mientras más negro fuese les vendría mejor.

El tránsito renovado del Panther por el Golfo de Venezuela parecía implacable y Theodoor tuvo oportunidad de ver por primera vez a sus habitantes. A babor se encontraba un islote con su atracadero. Cerca de la orilla, unas casas tan coloridas como apretujadas llamaron su atención. A corta distancia del buque se mecía una pequeña embarcación con una muchachada a bordo, saltando, bailando y haciendo morisquetas. El capitán Witt le dijo que la Isla de la Providencia se trataba de un leprocomio, tan aislado del mismo país que acuñaba sus propias monedas virulentas.

El Panther dejó atrás la ciudad de Maracaibo y desembarcó al anochecer en el puertecillo que había construído la Compañía cerca del yacimiento. Theodoor se había comprometido con Sir Henri a hablar con el supervisor en cuanto llegara, pero nadie lo recibió. El supervisor Dewey se encontraba en el pozo Zumaque resolviendo un contratiempo y puede que no volviera hasta el día siguiente. Eso fue lo que le dijo un pensilvano que cuidaba el atracadero, el único trabajador angloparlante que por un milagro encontró. Las fuerzas le fueron suficientes para buscar al jefe, acompañado de varios obreros que iban de camino al pozo.

No había camino por tierra hasta Zumaque, sólo una ruta a contracorriente del río que tuvieron que remontar. Tras un rato navegando un olor sulfuroso se le metió en la nariz, pegándosele en la garganta, evocando aquello de las profundidades terrestres que no parecía estar destinado a sacarse. Sus conductores palanqueaban el bongo chato y embreado con una sincronía ensayada. Las penumbras les ocultaban todo, excepto las siluetas decaídas. El extranjero meditaba la idea de preguntarle a los hombres sin cara, en algún intento de lengua intermedia, cuánto faltaba para llegar al pozo. De golpe se detuvo, pasmado, al ver el cielo iluminarse hacia el este. La penumbra no se aclaraba ampliamente como el amanecer. Lo que se veía a la distancia eran unas brasas colosales. Si no fuera por la insistencia cerebral que lo obligaba a reprimir su imaginación cultivada por los libracos del abuelo y tantos cuentos marineros, aseguraría que se dirigía hacia el séptimo círculo del Infierno. Theodoor les señaló a los inesperados carontes el origen de la luz y estos le devolvieron unos manoteos de arriba a abajo.

–Comiendo mmmierda, compadre, vamos a’apagar esa mardición.– dijo un trabajador joven entre una resignación y desdén que traspasaron la barrera idiomática

Zumaque, esa promesa energética de la que se hablaba en Nueva York, era en realidad la puerta del averno que desde sus entrañas expulsaba un raudal de candela a nueve metros de altura, proyectando por todas partes pequeños aerolitos prendidos. De la cabria de madera y la barraca que constituían el equipo de perforación sólo quedaban las bases llameantes y un manto de rescoldos. Theodoor se sentó en una laja de río, viendo la actuación de la escuadra que evitaba que el fuego se tomara el bosque. A medio camino entre la fragua y él, se encontraban siete cuerpos chamuscados sin telas que los cubrieran, en fila, ordenados como las cargas portuarias. Un octavo despojo renegrido se encontraba flexionado sobre sí mismo cerca del reventón, como una escultura de la crueldad. El viajero no podía hacer más que mirar el escenario con la máscara de Melpómene en lugar del rostro. Por una asociación automática pensó en las pilas de cadáveres rusos, y más de un alemán, que vio durante la batalla de Tannenberg. El ímpetu de hombre de ciencia que se acomodaba todas las mañanas le bajó a los talones e inclinado detrás de una roca se fue en vómito. Juzgó que las nacionalidades eran inútiles para esos y estos muertos. Todos dialogaban en la misma lengua franca y ninguno parecía estar en desacuerdo; compartían la misma impavidez en sus caras, o restos de caras, ante el sonido del desastre.

El supervisor Dewey, concentrado en controlar los daños, dando órdenes con apelativos denigrantes a través de un traductor, no percibió la presencia de Theodoor. Cuando todos los hombres se habían ocupado arduamente, el asistente le dijo al jefe que el enviado de la Royal Dutch estaba ahí. El supervisor se le acercó pateando el suelo poderosamente, balanceando los brazos como quien se sabe afortunado.

—Mister De Booy, this is a little price for a big fortune– dijo Dewey masticando las palabras, extendiéndole la mano–It’s just gold in motion. Welcome. Do you wanna eat somethin’?

Afanoso por internarse en la sierra septentrional de una buena vez, Theodoor no pretendía quedarse en Maracaibo, a costa de perderse la dichosa reunión con el ministro y expresidente Ignacio Andrade, alguacil del general Gómez. Sir Henri le había reiterado los beneficios de acercarse a los distinguidos caballeros del gobierno venezolano, de amistad dócil e inseparable compañía cuando huelen el tufillo de los contratos millonarios. Theodoor sabía que él mismo era una ficha fortuita del Royal Dutch Shell. Estaba consciente de que si se unía a las maniobras comerciales sus nietos jugarían cricket en West Hartford; pero no quería demorarse más en comenzar la investigación y tenía toda la juventud por delante para hacer negocios. Lo mejor sería, pensó, concretar una cita al regreso con algunas historias que contar. A fin de cuentas, el interés mayor era lo que todos le habían insistido: averiguar si en las montañas inexploradas habían grandes brotes de petróleo, minas o cualquier cosa de valor que se pudiera extraer.

Tras la breve parada reinició el viaje con los tres sujetos que Dewey le había encomendado: el traductor Ergino y dos baquianos. Iban con seis mulas, una para cada uno y dos para el aparataje: los libracos y cuadernos, dos cámaras, sextante, teodolito, micrómetro, báscula, palas. picos, machetes, carabinas, medicinas, escopetas, combustible y pare usted de contar. El oeste resplandecía de manera constante. Theodoor admiró esas centellas que rasgaban el cielo oscuro y terso, peludas como las raíces de un árbol cósmico.

Luego de veinte leguas de la locomoción aplomada de las mulas, los viajantes vadeaban el último arroyo del río Apón antes de llegar a la Villa del Rosario. Mientras los muchachos apuraban el paso Theodoor los interrogaba machaconamente sobre aquellos andurriales y sus nativos, como lo había hecho los últimos cinco días, con la esperanza de hallar suficientes elementos exóticos para describir en su crónica.

La cantidad de gente de la Villa, equilibrada por todas las razas de Hesíodo, le pareció escasa para tantas casas. La mayoría de las residencias estaban a medio construir o medio derrumbar. Parecía un pueblo en sus albores, a pesar de tener más de ciento cincuenta años de fundado por un francés comerciante de esclavos. Juan de Chourio, quién combatió a los indios pariríes, manapas, macuaes, jabriles y aratomos por treinta años, sentó las bases para una efímera abundancia generada por mano de obra congolesa. El extranjero preguntó si un desastre natural había arruinado al pueblo.

—Es mejor que no pregunte mucho, señor.– le dijo Ergino en voz baja, encubierto por la lengua inglesa.– Venancio Pulgar en venganza por no apoyar la secesión fusiló a todos los villeros que se le atravesaron, incendió el pueblo, violó sus mujeres… Los que pudieron se fueron a Machiques. El que dirigió los fusilamientos, la mano derecha de Pulgar, fue el mismo ministro Andrade y como si fuera poco…

Pero a Theodoor le interesaban poco los estragos causados por esas guerritas tropicales. Mientras pasaba por el camino real se animó a saludar con la cabeza a los peones que removían los aluviones de cacao, quienes se detuvieron para ver pasar su barba rojiza.

No esperaba un recibimiento tan diligente. El alcalde al enterarse de la visita del musiú preparó instantáneamente, como si ya la tuviera lista, una bienvenida. En un solar alto y recién encalado le presentaron un semicírculo de obsequios provenientes de su hacienda: baldes de añil, barras de chocolate, una torta de pan troceada, cestas de naranjas y sacos de café. Mientras los muchachos descargaban el equipaje, Theodoor esperaba sentado a don Eleodoro García, quien no tardó en llegar acompañado por tres espalderos.

Tampoco esperaba la discrepancia que le tocó sortear. Acabados los intercambios iniciales y ofrecimientos hospitalarios, inevitablemente el alcalde le preguntó cuál era el motivo de su visita. Theodoor le extendió el decreto presidencial y le explicó a través de Ergino su misión. Don Eleodoro echó la cabeza hacia atrás y se quedó callado un rato, como pesando las palabras bajo el sombrero. Luego habló.

–Decile al señor Teodoro que esos indios que busca no tienen nada bueno. O mejor dicho, que son buenos para todo lo malo, como es robar y matar. Estamos en guerra contra esos animales –dijo, devolviéndole la carta con una mueca despreciativa– Si vos queréis, podemos hacerlos bajar por algunos regalos y así los podéis conocer.

–Alcalde, piense bien –apeló Theodoor.– Si usted nos colabora, seguramente pueda darle información valiosa para la reducción de los nativos. En Estados Unidos tenemos manuales que han probado su efectividad para la domesticación de los salvajes.

Ergino adornaba un poco la traducción, pero Theodoor estaba ofendido y no lo ocultaba muy bien.

—Además, yo sé que usted no quiere desautorizar al Presidente. Tengo comunicación directa con…– insistió el viajero.

Sobre lo último Don Eleodoro se rió forzadamente y le replicó.

—Lo que digan en Caracas me importa una cagarruta. Pero como vos queráis, mister Teodoro… Vaya y hable con el curita Efrain, que lleva años parloteando sobre salvar almas indias. Me va a firmar un papel diciendo que no soy responsable de lo que le pase.

Se levantó y detrás de él sus escoltas, levantando las escopetas apoyadas en el portal.

—Antes de que se vaya… –interpuso el viajero– ¿Ha visto charcos negros por el monte?

Después del segundo día de camino Theodoor sentía que la selva lo digería. Solamente hasta alejarse de La Villa recordó el peligro que se corre en lo inhóspito, sobre todo hurgando en sus profundidades, prácticamente solo. Atrás había dejado a los hombres de Dewey acobardados. El cura tampoco quiso acompañarlo por más que se atribuyera una encomiable vocación misionera. La iglesia del Rosario se encontraba llena de enfermos comidos por la leishmaniasis y con los escalofríos de la malaria. Aunque no se interesara en curar a los pobres, tenía que justificar la manutención arquidiocesana de algún modo. Además, las noticias de los jesuitas degollados y devorados durante la labor evangelizadora eran aterradoramente recientes. En su lugar le había encomendado a Jesuíto, un parirí adoctrinado que servía de comunicación entre ambos frentes.

El enviado lo guiaba sin explicaciones, pues de darlas serían inútiles ya que ninguno hablaba bien español. La terquedad de las bestias en los caminos barrancosos tampoco hacía fácil el viaje. En los ascensos vertiginosos ni los planazos las obligaban a subir; sólo halándoles el pescuezo avanzaban. Mientras tanto, los anófeles se daban un festín con la sangre del holandés.

A cada hora Theodoor se rizaba el bigote y examinaba la sinuosidad del bosque a través de los binoculares en busca de rastros humanos. Cada cuatro horas, cuando sentía que su rumbo era errante, aquello le parecía una peregrinación absurda. Cada ocho horas, recordando las advertencias sobre los valles infestados de caníbales despiadados, pensaba que finalmente moriría por la excentricidad aventurera que tanto le recriminaba su padre. Cada quince horas, cuando desmontaba para descansar, se preguntaba qué estaría haciendo su mujer. En la noche, mientras dormía abrazado al Winchester 1892, las imágenes de su terruño surcado por las trincheras y los barcos hundidos le punzaron con saña la memoria.

Cuatro días después habían llegado a las orillas de un caudal modesto, invadido por rocas dispuestas estratégicamente para cruzarlo. Jesuíto se bajó de su montura y juntó una pila de ramas húmedas. Theodoor le acercó un poco de querosén para encenderlas. Allí aguardaron a que la señal se alzara sobre los árboles. Al no venir nadie la tranquilidad comenzó a escasear. El explorador se acostó en un lecho arenoso y ladeó el sombrero sobre sus ojos, riéndose de su propio semblante quijotesco y cansado.

Cuando la conciencia borrosa lo alertó de que el sueño lo amodorraba, expulsó un bufido y se levantó con la velocidad del rayo. En su orilla seguían las mulas cabizbajas; en la del frente charlaban Jesuíto y cinco centinelas indígenas. Llevaban unos cobertores de algodón grueso hasta las pantorrillas, el rostro atravesado por franjas negras y sostenían unos arcos más altos que ellos. Theodoor cruzó velozmente el río de piedra en piedra, cuidando de no partirse la cabeza en una caída. Trató de unirse al espacio de la conversación. La idea era torpe, pero no se le ocurrió algo mejor: se quitó el machete de la cintura y se lo extendió al grupo con un ademán obsequioso. El líder de la avanzada, Karáyamo, tomó la herramienta por el mango.

Entre las crestas altas y anilladas en niebla se encontraban algunas chozas dispersas a lo largo de una vereda. Karáyamo sentó en las raíces vermiformes de una ceiba a los dos hombres. Observándolos de cerca estaban los más arriesgados de la aldea: Yamü, Küpücha, Ayuptu y su hermana menor Oyirpa. En un círculo más alejado e indeciso estaba el resto: muchos infantes, un par de ancianas y una veintena de mujeres y hombres jóvenes; sólo había un viejo, de espaldas al tumulto sin percatarse de nada. Las voces de todos los matices hacían múltiples observaciones sobre el visitante.

Karáyamo, aquel que los blancos llamaban cacique, no era un jefe al uso. Era más bien un yuwatpü, que de ninguna manera gobernaba a su gente: la opinión que pudiera tener sobre los temas cotidianos era poco valorada, a menos que tuviera que ver con la guerra, campo en el que sin ninguna duda tenía el mando. El consenso mayoritario fue que el acercamiento atípico requería de su protagonismo. Si él, que había dado muerte a tantos watia, comido su carne y asimilado sus fuerzas, aceptaba al extranjero, el pueblo le daría una oportunidad. Al menos la mayoría. El riesgo siempre estaría presente.

––¿¿Por qué los trajiste?? Esto es un grave error, tonto. Si el watia tiene la fiebre de ellos todos nos vamos a poner mal. —Interpeló Oyirpa enfurecida, dirigiéndose entre aspavientos hacia Karáyamo.– Si señala en qué árbol hay que cruzar el río van a venir los perros oliendo el camino. Van a venir a matar.

—Estate tranquila. No es watia de valle abajo, ni se alimenta con ellos. Según su palabra viene de lejos, de muchos días atrás, para visitarnos. –Respondió con la calma de la decisión ya tomada y sentándose al mismo nivel de los forajidos sentenció– Se quedarán hasta la próxima media luna. Y si nos traiciona, yo mismo los voy a matar.

Oyirpa se quedó enfurruñada, pensando en todas las cosas que podían salir mal y las culpas que tendría Karáyamo. Por su parte Theodoor De Booy sondeó frenéticamente el asentamiento con la mirada. Palpó nerviosamente el bolso, el pantalón y la camisa buscando algo. No dejaba de pensar en que él sería el primer civilizado en vivir entre esta multitud de caníbales; el primero en extraer por voz de sus moradores los misterios de la selva. —Si no me deshuesan esta noche— pensaba. Cuando encontró su cachimbo corto y curveado apretó la boquilla con los labios hacia adentro. Un concierto de risas gorgoteantes limpió la tensión de la discusión y hasta Oyirpa se rió. Para los pariríes tal manierismo y una pipa tan pequeña parecía una bufonada.

—¡Se va a incendiar la barba! — Gritó una voz del círculo difuso y las carcajadas redoblaron su intensidad. El explorador no entendía ninguna palabra, tampoco ninguna le hacía falta para comprender la burla. Sintió algo de alivio, pues tenía la seguridad de que la simpatía que generaba podía ser inversamente proporcional a la probabilidades de que lo echaran al plato.

El yuwatpü sacó donosamente su pipa, de cánula larga y fina terminada en una cazoleta labrada. Seriamente mordió la boquilla con los premolares y le cargó unas hojas quebradizas que tenía en su bolsa. Con el rostro impenetrable le ofreció a Theodoor un montoncito de tabaco, el cual este aceptó. Con la validación de ese gesto se fueron acercando varios pariríes, con sus orgullosas pipas en mano. Un chiquillo temeroso les alcanzó rápidamente una lumbre y en el corazón serraniego sellaron el primer acercamiento de buena voluntad desde hacía mucho tiempo. En silencio, la congregación exhalaba unos nubarrones por las narices, mientras que sus mentes eran invadidas por especulaciones sobre mundos lejanos. Theodoor se preguntaba de qué manera esta multitud, inicialmente generosa y apacible, podía ser tan terrible azote.

Por su parte Jesuito sólo miraba receloso, castrado, injuriando a los misioneros por haberle enseñado que Dios no bendecía a los que exhalaban esa humareda. Aquella condición estaba reservada, según fray Justino, a dragones y demonios.

Superadas las pocas inhibiciones preliminares, los pariríes analizaron a De Booy en un escrutinio anatómico muy detallado. Yamü nombró el pescuezo prolongado como kuvipümü, cuello de auyama. Cuando se quitó las botas y se arremangó el pantalón, la piel de las piernas la llamaron upohe kopecho, barriga de sapo, y por el olor que expedía lo llamaron puchuyuksi, pies flatulentos. En el momento en que se levantó, sacándole a todos más de sesenta centímetros de estatura, le dijeron kiriyi kehera, yagrumo blanco, y kütame, el delgaducho. A la barba bermeja la tildaron de shabre üpota, bigote de garza roja; y a los ojos índigos le pusieron etüchi shepa, azulejo enfermo, o kutuk’tukano, pupilas muertas. Porque los dedos eran largos y huesudos los nombraron vetara, ramas secas, y por la faz pecosa se dirigieron a él como kükomamak, el hombre manchado.

Theodoor análogamente examinó con aspereza numérica los cuerpos pariríes. Ningún nativo medía más de metro y medio. Pensó en compararlos con los pigmeos mbuties traídos recientemente a la Société d’Anthropologie por Charles Letourneau. Pesó cuidadosamente a jóvenes y ancianos aspirando ampliar el inventario de las razas. Midió los cráneos convencido de que podía mesurar el pensamiento. Contó los dientes y examinó la lengua para conocer el origen de las palabras tan extrañas. Leyó las pinturas faciales, los tatuajes y las cicatrices como una relación de los combates presentes y pasados. ¿Y las edades? Eran imposibles de calcular, pues no contaban la marcha del tiempo en años, y las mediciones craneofaciales arrojaban resultados contradictorios. Tampoco se podía confiar en las informaciones locales, pues el joven consagrado en la guerra era mayor que cualquier anciano temeroso, mientras que una mujer adulta que nunca tuvo hijos se consideraba aún una niña. Sin más cuerpos que examinar se dirigió a los objetos. Según pudo contar en sus entrevistas, los nativos tenían dieciséis tipos de flechas para distintas presas, ocho clases de arco, cinco formas de viviendas, un horno para la cerámica y ningún tratamiento de los metales.

El mayor quebradero de cabeza de la travesía consistió en los intentos taxonómicos. En una cadena de inteligibilidad cuestionable, Theodoor con la ayuda de Jesuito intentaba traducir los nombres nativos al español, mediante el diccionario pasaba los vocablos del español al inglés, en su cabeza corría del inglés al holandés y con un inmenso manual podía ubicar la terminología binominal latina:

Arishmakta > oso palmero > giant anteater > reuzenmiereneter > Myrmecophaga tridactyla

Tras veintidós especies la compulsión clasificadora se vio finalmente frustrada por el hecho de que los pariríes tuvieran una sola designación para distintos tipos de aves y varios nombres para cada animal terrestre que midiera más de un palmo, dependiendo de si estaba vivo, muerto o por nacer. Sin embargo, el entendimiento que no hallaron para las cosas terrestres, les sorprendió para las del cielo. Los indígenas le señalaron al holandés la estrella Mütürü, que no era otra sino la entrañable Sirio, la misma de la constelación del perro que había sido su confidente durante las prácticas marinas.

Mütürü fue un hombre que en lugar de ojos Amoretoncha le había regalado dos pedernales negros con los que podía ubicar la mejor caza. Cuando llegaron los watia se enteraron de la condición de Mütürü y le arrancaron los ojos. Amoretoncha para consolarlo lo puso en la bóveda nocturna, siempre brillante, para que por lo menos viera el mundo.

La famosa cotidianidad pausada y floja de los indios caribe que anticipaba Theodoor De Booy no era para nada cierta. A excepción del viejo ciego y sordo que vivía a su ritmo, el sueño de los pariríes terminaba sobre las tres o cuatro de la mañana, hora que llamaban kokostoro, la nochecita o la noche corta. Para sus adentros detestaba que el reloj primitivo comenzara tan temprano y se detuviera poco después del mediodía.

—Antes de reducirlos al modo civilizado los villeros tendrán que librar una guerra del tiempo— se dijo.

Las mujeres y las niñas de cierta edad eran las primeras en levantarse para atizar el fogón dormido y asar unas yucas. A diferencia de lo que esperaba, la principal compañía de Theodoor en sus primeras semanas fue fundamentalmente femenina. Los hombres salían muy temprano hacia uno de dos destinos: sierra arriba o valle abajo, dependiendo de si iban a los conucos o al frente contra los watia, y a las primeras de cambio en ninguno de los dos lugares el visitante fue bienvenido. Antes de que don Eleodoro García difundiera entre los terratenientes el proyecto de expandir las tierras agrícolas, los pariríes hacían la guerra contra los barí, al sur, y los sinamaicas, al norte. Fue la aniquilación de los aratomos lo que convenció a todos que la tregua era una necesidad imperiosa.

Al principio su relación con las mujeres fue complicada. Si una mujer habla largamente con un hombre, sus vecinos chismorrean que está descuidando a sus hijos, o inventos de mayor categoría. Y en ese caso los celos convocan con facilidad la cólera. Los mismos cónyuges se evitavan durante el día, comunicándose sólo lo necesario y si demostraban el menor cariño todos comprendían que era una señal de intimidad que pronto acabaría en otro asunto. Esta mecánica de los sexos hubiera inhabilitado cualquier acercamiento del holandés a un espacio doméstico si no fuera porque Oyirpa profirió un discurso enardecido en favor de la desconfianza, que legitimó la vigilancia permanente de un grupo de madres. Aquella compañía le sirvió a Theodoor de mucho. Al principio las conversaciones eran lacónicas e impedidas por la cautela, pero luego de mostrar la eficacia de los antibióticos sobre los enfermos se abrieron nuevas oportunidades de comprensión. De ahí en adelante sus días con las supervisoras fueron distendidos; pudo aprender sus primeras palabras en lengua vernácula y tempranamente empezó a enunciar frases cada vez más articuladas. Su relación con Robbee fue un tema recurrente. ¿Cómo es tu mujer?, ¿No te preocupa que se vaya con otro hombre?, ¿Por qué te quiere si estás lejos?. Theodoor respondía como un conferencista, pero en el fondo se hacía las mismas preguntas.

Las mujeres mantenían un contrapeso real al despotismo masculino que la sociedad guerrera imponía. Cuando las estrategias bélicas eran demasiado arriesgadas las mujeres llamaban a capítulo; y cuando el plomo disminuía la voluntad de los hombres preparaban rituales nocturnos que potenciaban la agresividad. Si no estaban de acuerdo con la dirección de las constantes migraciones, la colectividad corría el riesgo de dividirse irremediablemente tomando caminos distintos, de la misma forma que en que se habían conformado quince años atrás.

Cuando el comité mujeril reconoció finalmente su inocencia, Theodoor pudo tomar sus anheladas fotografías. Se había establecido un intercambio tácito: por cada pequeña curación o problema resuelto había permiso para una nueva foto. Con el exotismo que había logrado capturar en cada placa de plata tenía una gran publicación resuelta. Durante meses ambas partes estuvieron contentas con las transacciones, hasta que una niña fue picada por la infame kirípo, una cascabel ensortijada bajo los arbustos. Theodoor sabía del desarrollo de las curas antiofídicas, pero por desgracia no tenía ninguna de ellas.

Aquella madrugada, la muerte de la niñita fue llorada especialmente por su padre en una cueva. A su lado la madre dormía exhausta por los días de cuidados, pues el veneno tomó su tiempo para licuar la sangre. El padre le cantó a la pérdida:

«Am shomomope                                                                          «Tú como una sombra

am kotoshira uatatpo                                                                  naciste por la mañana

etpe penatowisho amnekan.                                            y te mueres a la puesta del sol.

Am panaptó,                                                                                              Te vas lejos,

panaapera…                                                                                               tan lejos…

kamti, kamtashi.»                                                                       chiquita, chiquitica.»

Nadie pegó un ojo esa noche, todos estaban dedicados a las preparaciones funerarias. Paradójicamente a Theodoor le parecía que había un ambiente de celebración por la forma en que preparaban el banquete. Las mujeres molían los maíces morados y echaban la masa en una olla de agua hirviendo a borbotones. Los niños y los solteros vertían el líquido cocido en un tronco excavado. Los cazadores aparecían con sus presas al hombro: cochinos de monte, iguanas, guacharacas y peces. La oportunidad era aprovechada por la comunidad para ponerse al día. Intercambiaban historias de las refriegas y cacerías, así como cuentos triviales. Los relatos podían ser rebozados de hipérboles o estrictamente apegados al curso de los acontecimientos. Shuia recitó algunas adivinanzas a la usanza parirí, largas, rimadas y enrevesadas. Los infantes atendían a las interacciones emocionados por la calidez infrecuente del encuentro. Así llegó la tarde, mientras el holandés emborronaba sus hojas con los codos clavados en la mesa improvisada, de cara a la cocina central. Unos mocosos a cada rato le traían taparas colmadas de pescados asados y chicha vaporosa, muchas más de lo que pudiera tragar.

A medida que el telón nocturno caía las voces callaban y otra leña empezó a arder. Fuera del perímetro comunitario se había acondicionado una barbacoa alta. La abuela paterna de la difunta arrojaba a las llamas unas hojas verdes de nogal. La anciana profería unos quejidos hondos e intermitentes. Cuando el humo perlino alcanzó su mayor densidad se fue y regresó, en un bulto bien envuelto cargaba a su nieta. Bailaba el recorrido hasta el fuego arrastrando los pies e inclinándose reverencialmente, murmurando un ondulante quejido musical. A ella se le fueron juntando otras mujeres agachadas sosteniendo su capa. Las voces y los pasos acompañaron el arrullo triste dirigido por la abuela. Sobre la fumarola pusieron el bulto e intensificaron el oleaje del canto.

Nueve noches después, la barbacoa seguía humeando y la gente no cocinaba más. Sólo comían lo que se había preparado aquel día. Theodoor, que recibía cada vez menos comida, sintiéndose engañado se cuestionaba hasta cuando tendría que aguantar hambre. La décima tarde fue particularmente dramática para el expedicionario, sin haber probado un bocado le dijo a Karáyamo: Awü yomürpera, Tengo mucha hambre. El jefe le alcanzó una chicha por piedad. Zampándosela sin titubear sintió que el paladar se le crispaba por la fermentación del maíz, aunque para sorpresa de nadie se acostumbró pronto a este sabor y vaso tras vaso el hambre cedió ante un gusto por el alcohol dulzón.

El visitante y todos los miembros de la comunidad que pudieran sostenerse en pie se afanaron con la bebida hasta estar completamente ebrios. Para que su asistencia no entorpeciera el ágape, el holandés tuvo que evitar cuestionarios fatigosos y la mediación de los cuadernos. De esta manera se sumó al espíritu etílico y mitigó por un momento la soledad que lo abrumaba. Cuando ya el brebaje había trastornado el juicio de los guerreros, Yamü, Ayuptü y Karáyamo sacaron de una aljaba tres garrotes con cabezas de hacha. A Theodoor las mejillas coloradas por el alcohol se le tornaron blanquitas y un viento se le acomodó en el espinazo. Adiós, Robbee, musitó pensando que había llegado su momento postrero. Para su tranquilidad no eran armas, sino unas flautas. Los tres compañeros se sentaron juntos a soplar los respectivos cálamos. El contrapunto aclarinetado que emitían eran sencillo y descompasado, cada uno luchaba por su predominio pero ninguno acababa por imponerse.

En medio de aquella polifonía la abuela se dispuso a contar con exactitud biográfica la vida que la niña hubiese tenido con mejor suerte, desde el primer bocado hasta el último respiro. Aquellas visiones eran posibles por medio de un elixir, amichahükamak, la chicha del ayer y el mañana. Theodoor, condescendiente, fingió las emociones que el relato se proponía transmitir. Una imaginación desbocada es esta, pensó.

Llegado el momento preciso, cuando los cuerpos alternaban el cansancio con el éxtasis, la abuela sacó el bulto ahumado, puso los restos de la niña en un cesto y partió a la cueva donde todavía se encontraban los progenitores quejumbrosos. A la anciana le siguió una larga fila tambaleante de grandes y pequeños. Theodoor fue recibido en la marcha con exclamaciones entusiastas. Iba borracho, de último lugar, con su linterna de querosén como un faro andante en la niebla.

La senda sinuosa terminaba en la grieta abierta de un cerro. La madre recibió la cesta de su suegra sin mediar palabra. Detrás del umbral, en las entrañas del monte, la hoguera funeraria iluminaba una cadena de criptogramas. La chicha violeta le volteó demasiado el cerebro como para distinguir alguna forma conocida, pero el holandés tuvo la certeza de que había encontrado algo importante. Alegre por el hallazgo, no dejaba de mojarse la barba ronda tras ronda. Con sus últimas fuerzas fue a buscar un poco más de chicha. En lugar de una tapara, la abuela le dio un cuenquito de hueso con un líquido claro y humeante. Theodoor pensando que era café se echó el trago sin dudarlo.

—Amichahükamak, amichahükamak— exclamó la anciana señalando el cuenco.

El holandés se dobló en la losa fría. Percibió que la boca se le hacía grande y viscosa. Momento a momento su cuerpo se iba adormilando. Había olvidado cómo parpadear y súbitamente no conservaba ningún resquicio de borrachera; sólo advertía el latido frenético del corazón y su respiración mecánica. Su mente se debatió entre la angustia por moverse y unas ideas que por su velocidad carecían de sentido. Tratando de sacudirse el trance se resbaló en los confines insondables de su mente.

El tiempo se desdobló entre un instante y el infinito, quieto, reteniendo su flujo inexorable. Sin ciclos ni duración, el cosmos era sólo sustancia derramada. Sumergido en el líquido omniabarcante un ente recién nacido se preguntaba si estaba muerto. No tenía órganos, pero miraba y escuchaba.

El ente tembloroso se zambulló en un océano incoloro. Bajo su faz flotaban fracciones de todas las cosas. Algunos le eran familiares y trató de aferrarse a ellos: los ventarrones suavizados por los campos de trigo tostado, la curvatura de los rizos de su madre, el traqueteo del carro arreado por el negro George, las peleas de nieve en el parque Merwestein, el baile del primo Braam sobre su única pierna, la sordera momentánea que le dejó de niño el primer disparo, despertarse con las lejanas campanadas de la Iglesia. Talán, tilín, talán, tilín. Le conmovieron esos recuerdos borrosos, con ellos se regocijó hasta que desaparecieron diluídos en el abismo.

La mayoría de los fragmentos le parecían francamente desconocidos. Algunos muy imaginativos, como el hombre con la armadura submarina dando saltitos en la luna o un trasplante de corazón. Muchos trozos poblaron el vacío. Un mar de combustible alimentando el dominio de la electricidad, ciudades verticales iluminadas como un nido de luciérnagas, monumentos de vitrinas, banderas desconocidas izadas por los muchachos comunes de todas las eras. Finalmente, doscientos años de comedias y tragedias acabaron con una sucesión de explosiones cataclísmicas. El ente estalló y sus partículas se retrajeron tiritando de miedo. Lloraron por la representación del mundo y sólo después del fin de la humanidad, sobre las ruinas universales, en forma de polvo hallaron la paz.

—¡Eeeeehhh! Yagrumo blanco, ¿Tú vas a dormir toda la vida? ¿Dónde pusiste la foto de Shuia contando la adivinanza? Las niñas la quieren ver.— le dijo la pequeña Korowcha zarandeándole los pies con su grupito escondido atrás.

El holandés se despertó, recordó que estaba vivo y corrió a las impertinentes con el brazo que le tapaba los ojos. Se levantó a duras penas, con la identidad y los músculos adoloridos. Pasó revista por su nicho. No se inmutó por los papeles y libros desperdigados en el suelo. Todas sus pertenencias le parecieron insignificantes. Se aclaró la garganta y lanzó un escupitajo marrón. Tratando de aclarar sus pensamientos ordenó lo que estaba tirado. Al rato oyó llegar al yüwatpü. Reconoció su presencia por la modulación entorpecida debido a la pipa.

—Aquí te traje lo que me pediste— dijo orgulloso y le mostró una tapara.

—Está buena, Karáyamo, pero ya tomé de sobra— replicó el holandés con la voz ronca.

—¡Levántate, mira bien! — gritó el jefe y le acercó el recado.

El olor a demonios era inconfundible, pero para cerciorarse vio la taparita. El contenido negro le confirmó que se trataba de petróleo. Tomó el envase y lo agitó para percibir su densidad.

—¿Esto… de dónde lo sacaste? — preguntó Theodoor con un hilo de aliento.

—De camino Manah’tará hay un pantano hinchado, podrido. La tierra lo escupe porque es veneno— dijo Karáyamo arrugando la cara.

El viaje de vuelta le fue mucho más fácil, quizás por el carácter que se había templado. A los pariríes les dejó sus armas y todo lo que le pidieron; y ellos insistieron en darle muchos collares, sombreros y flechas emponzoñadas. Oyirpa le entregó un picaflor tallado para Robbee, augurándoles una resistente descendencia. Jesuito no quería regresar, pero Theodoor lo animó diciéndole que podía volver apenas divisaran el caserío. En su despedida no pudo alzar la cabeza. Se le había fracturado la conciencia.

Pasó como un espía en territorio enemigo por la Villa del Rosario y casi en secreto se encontró con Ergino, quien estaba por montar una pulpería con esos seis meses de paga simplemente por esperarlo. En una inversión irónica de los papeles el traductor intentó sacarle algo de su viaje, pero no obtuvo ni una sola palabra. El silencio casi absoluto, pensó Ergino, se debía a un mal de la garganta o la demencia provocada por tanta compañía de los indios.

—No sé qué bicho le picó– concluía Ergino años después, cada vez que echaba el cuento del holandés mudo.

Una vez llegaron a la ciudad se dirigieron a la Casa Comercial Brewer and Möller, en la intersección de la avenida El Comercio con la calle Urdaneta, donde funcionaba la oficina de la Compañía. Allí Theodoor informó con parquedad al gerente que la expedición había finalizado. Inexplicablemente para su acompañante, no quiso tomar un automóvil al hotel Zulia. Tuvieron que irse en el anticuado tranvía. Desde el hotel telegrafió a los Estados Unidos:

PHL133 NL Robbee De Booy

Estoy bien/Avísale a Sir Henri que búsqueda intensa sólo arrojó indios feroces y borrachos pero nada de valor para Shell/Pronto abrazados para nunca separarnos/Theo

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