Stabat Mater

Mención de honor: “Stabat Mater”
Seudónimo: Melpómene
Autora: María Alejandra Gonz

Mujer, aquí tienes a tu hijo… Aquí tienes a tu madre
(Juan, 19: 26-27).

—Van a subir esta noche. Ayer se metieron a la calle central y acabaron con diez. Hoy aquí no pelan a nadie. 

Con esas palabras Mariana despertó la mañana del 14 de septiembre. 

Alguien las gritaba en la calle. Un par de vecinos, cada uno desde la ventana, hablaban de lo sucedido apenas unas horas antes. Las 4×4 subieron después de medianoche. Patearon puertas y registraron todas las casas.  

Si saben quién es, le ponen las esposas y lo suben a la camioneta.

Si no saben, pero se les parece, le ponen las esposas y lo suben a la camioneta.

Si corre y se les va a escapar, le disparan de una. 

(Igual a todos los van a matar. Igual ya todos están muertos). 

Mariana se levantó de la cama y fue a preparar el primer brebaje de la mañana. Se movía mecánicamente por la cocina, encendiendo la hornilla y buscando el colador. Con el abrigo del tiempo arropándola desde hacía ya cuarenta y cinco años, Mariana realizaba el ritual del café como un monje budista su meditación matutina: Abrir el gabinete y sacar café, azúcar y leche. Inhalación. Llenar la olla con agua. Esperar a que hierva. 

Se los llevan como perros.

Ellos se lo buscaron.

Aun así, es una lástima. 

El café estuvo listo. Buscó una taza y vertió el líquido humeante. Se le derramó un poco y espabiló. 

No todos son tan malos.

Ni a un animal se trata tan mal.

Malos los que llevan el uniforme.

Mariana se sentó en una de las sillas de la mesa del comedor —un comedor para cuatro personas que siempre estaba vacío— y dio el primer trago. Cerró los ojos y suspiró. Exhalación.

Yo sé que él no anda por aquí. Está escondido en otra parte, lejos. Sabe que las cosas no están bien aquí, él sabe. Si estuviera por aquí, me lo habría dicho.

Pero el razonamiento no la tranquilizó. Ella sabía que Cristian a veces se escondía más arriba en el cerro, en las espesuras todavía no habitadas. Pero si su hijo estuviera cerca, hubiera buscado la manera de decirle. La comunicación entre ambos se había hecho más esporádica y difícil, pero él nunca subiría al cerro sin antes pasar por su casa a visitarla.

Cristian y Mariana nunca habían dejado de llevarse bien. 

Inicialmente vivieron con la abuela de Mariana, que murió meses después del parto. A Mariana nunca se le conoció novio, ni antes ni después de que Cristian naciera. Se dedicó por completo a él. Conseguirle la comida a un niño dejaba tiempo para poco más. 

De pequeño, Cristian había sido un niño tranquilo y amoroso. En cierta medida, eso nunca cambió. Mariana supo compensar la pobreza con exceso de mimos y ternura maternal. Rara vez le procuró un regaño, mucho menos un coscorrón. En las noches que no tenían nada que comer, Mariana se lo llevaba a su cama, le cantaba y le contaba historias para dormir. Sobaba su tripa vacía y le acariciaba el cabello hasta que el niño se quedaba dormido. Solo entonces, cuando estaba segura de que no la vería, lloraba. 

Él creció como el niño más amado en el barrio. Cuando veía a otras mamás pegarles a sus hijos en la calle, guindarles de las orejas y hasta insultarlos, Cristian miraba con asombro a su propia madre, que nunca le hablaba sin una sonrisa en los labios. Le costó entender que ninguna mamá era como la suya, pero cuando lo hizo, se propuso cuidarla como su principal objetivo. 

Quizás ese mismo amor inconmensurable fue el que lo llevó a dejar la escuela a los catorce años, pese a las objeciones de Mariana. 

—Usted necesita alguien que la ayude a trabajar.

—Los niños no trabajan, de eso se encargan las mamás. Tú tienes que estudiar, hijo.

—¿Estudiar para qué? Abogado no voy a ser, ni ingeniero. Si yo pudiera sería futbolista, pero para eso no hay plata. A lo mejor después. Pero ahorita no necesitamos ningún cartón de bachiller, eso no se come. 

Y a pesar de que intentó convencerlo de que ella podía con la economía de la casa, los años de miseria demostraban lo contrario. Aunque eran solo dos, algo siempre parecía faltar. Cuando había que ir al médico, entonces no quedaba para la comida. Si se gastaba todo en comida, igual no alcanzaba para los tres platos. Y cualquier lujo como ropa nueva y juguetes estaba fuera de discusión. 

A medida que crecía, se había vuelto más difícil disfrazarle la realidad con cuentos y narraciones fantásticas. La lluvia de besos y las cosquillas no producían el mismo efecto en un adolescente que en un pequeño infante. Y ella nunca había sido estricta con él, ¿cómo iba a empezar a hacerlo entonces? Nunca había necesitado disciplina. Hasta ahora había sido sencillo.

—Bueno, ¿y de qué vas a trabajar?

—De eso no se preocupe.

Ahí empezó todo. Mariana fue testigo de la rápida transformación de su hijo en un tipo de la calle. A los diecisiete, Cristian ya tenía un alias y una gente que lo seguía. Daba órdenes. Llegaba tarde a casa y se iba muy temprano. A veces desaparecía por días. 

Y la gente hablaba en la calle. 

Cristian negaba todo frente su madre. Nunca había sido un muchacho embustero, ni siquiera con el peso del revólver escondido en la pretina del pantalón y debajo de la camisa. No había forma de justificar el incremento de dinero y los pocos detalles de sus trabajos, así que no intentaba inventar una tapadera: simplemente, lo esquivaba todo.

—¿De dónde sacaste ese dinero?

—Lo importante es que lo tenemos. 

Ciertamente, Mariana nunca lo confrontó. Cuando dejó de sospechar para saber con certeza en qué andaba su hijo, sacó el rosario y empezó a rezar todos los días. La naturaleza de la madre siempre había sido angustiosa, pasiva y amorosa, de modo que sólo el rezo podía ser su escudo contra las fatalidades urbanas en las que se envolvió su pequeño. 

Rezaba por él y rezaba por aquellos a los que hacía daño. 

Las caricias maternales y los abrazos infantiles se volvieron cosa del pasado. Ya ni siquiera vivían juntos, pero todavía hablaban.  

—No se angustie, mamá—le decía cuando iba a visitarla—. Yo estoy con los míos. 

—Esas no son juntas, Cris. ¿Cuántas veces no te lo he dicho ya? En ese mundo nadie es amigo de nadie. «Los tuyos» dices. Los tuyos soy yo. 

—Ya, ya. No se ponga a regañarme, o me voy.

Y Mariana callaba, porque prefería mil veces morderse la lengua a que su hijo se fuera. Le decía que vivía en varios lugares, siempre moviéndose. Si yo pudiera verte siempre, cuidarte siempre…Saber en dónde andas…

La maternidad es un calvario. 

Desde hacía tiempo que en la casa de Mariana ya no faltaba nada. Seguía siendo pequeña, encaramada sobre la montaña —nunca había querido mudarse—, pero firme. Cristian había mandado a arreglar todo: pusieron columnas, el techo de zinc pasó a ser de platabanda y frisaron las paredes. Hasta tenía cerámica. Era la casa más bonita del barrio.

—¿Quiere un televisor más grande? Ahorita sacan unos que parecen de cine.

—El que tengo sirve.

—No es que no sirva, es que tenga algo mejor. 

Mariana lo observaba, cuando tenía oportunidad. Para ella, todavía era el niño lloroso de nueve años que alimentaba el alma con fantasías cuando el estómago le rugía con fuerza hueca. Soñaba con cosas comunes, como un juguete nuevo o camisas con la etiqueta todavía pegada al cuello, lista para estrenar. Una vez, se acordaba con dolor, había llegado con la cara doblemente mojada, por el sudor y el llanto. Resultando perdedor en una carrera con los niños de la zona, les echaba la culpa a los zapatos viejos. 

—Cuando tenga unos zapatos que no estén tan rotos voy a correr mejor, ¿a que sí, mamá? La velocidad se me escapa por los huecos, es eso.

Mariana no había sabido qué responder entonces y no sabía qué responderle todavía. Ahora llevaba zapatos con nombres que ella no sabía pronunciar. Se escondía una cadena de oro detrás de la camiseta. Era un crucifijo como el que había usado de pequeño, pero ya no era de plástico blanco. 

Ella dudaba que el propio Cristian viviera entre tanto lujo. Cuando lo cuestionaba sobre estas cosas, respondía que lo importante era que ella sí estuviera cómoda. Por su parte, él se la pasaba saltando de lugar en lugar, huyendo de aquí y allá. Escondiéndose. Naturalmente, su posición no le permitía vivir como los demás, sin tanto temor. Se había vuelto importante, un líder. 

Buscado.

Aun así, intentaban hablar siempre. Cristian la llamaba de números desconocidos y le cambiaba el chip del teléfono cada cierto tiempo, para que no lo rastrearan. Nunca le decía en dónde se encontraba ni lo que hacía, tampoco con quién estaba. Mariana intentaba no preguntar, pero preguntaba de todas formas.  

—Ya sabe que no le puedo decir en dónde estoy. Es mejor así. Pero no se preocupe, le mando plata esta semana para que haga mercado.

—Yo no necesito plata, necesito a mi hijo conmigo. 

Igual aceptaba el dinero. Le servía, más que nada, para atender la necesidad de la calle. La casa de Mariana funcionaba como un banco de alimentos. Niños y adultos iban a su puerta cuando la necesidad se hacía imposible de soportar. Ella estaba atenta a los casos más llamativos y los ayudaba con vehemencia, transformando los crímenes de su hijo en milagros para la comunidad. Era la protectora de su tierra, de su barrio. Algunos niños hasta le pedían la bendición.

Pero cuando sabían que Cristian andaba por ahí, nadie se acercaba a la casa de Mariana. Si lo veían en la calle, encerraban a los niños y los alejaban de las ventanas. Aunque lo vieron crecer, ahora le tenían miedo. 

No, respeto. 

(Bueno, las dos cosas).

Él no era malo con ellos. Las cosas turbulentas las hacía en la sombra, y casi nunca dentro de su misma calle. Más bien, les resolvía. Si algún vecino necesitaba un medicamento, no se lo pedían directamente a él, pero le tocaban la puerta a Mariana para que intercediera por ellos.

—Por ahí vino el señor Gustavo a contarme que tiene a la mujer en cama. No consiguen las pastillas en ningún lado. Me dejó el récipe, mira.

—Esas se consiguen fácil en la frontera. Cuando vayamos a buscar mercancía las agarro y se las mando. 

El 14 de septiembre Mariana terminó de beber su café y pasó el resto del día en una infinita espera. Nadie se acercó por su casa y nadie llamó a su teléfono. La calle en general se mantuvo vacía. De una u otra forma, todos se prepararon para lo que venía. Las mamás que tenían hijos adolescentes, bandidos o no, buscaron la manera de sacarlos del barrio sin que pareciera sospechoso. Los dueños de bodega atendieron desde la reja, algunos ni siquiera abrieron. La calle respiraba pausadamente, invitando a todo el mundo a quedarse muy quieto. Cuando se sabe que las 4×4 van a subir nadie hace nada, todos tienen las manos ocupadas cargando el corazón que se escapa del pecho.

Es la (in)quietud urbana. 

Mariana se repitió sin cesar que Cristian no estaba en el cerro. No era la primera vez que tenía que ocultarse. Esta angustia tampoco era nueva para ella. Pero algo había en el ambiente que ya la tenía triste, desahuciada. No hacía frío, pero fue a ponerse un suéter sobre la bata de dormir que nunca se cambió. Pensó en la última vez que lo vio, hacía poco más de un mes. 

—¿Tú estás bien, hijo?

—Bien, bien…Las cosas andan medio feas. Se echaron al pico a dos pacos y se robaron unas vainas. Nos andan buscando. 

A Mariana le había tomado por sorpresa aquel arrebato de sinceridad. Por lo general, él respondería que solo estaba cansado, y ella le aconsejaría dormir más. Entonces los dos asentirían en mutuo acuerdo ficticio, como dos actores que han recitado bien sus líneas y se han hecho el trabajo más sencillo. 

—¿Pero fuiste tú?

—No, qué va. Fueron unos carajitos de la cuadra de El Pique que agitaron la vaina. Como nos desligamos de él, el carajo anda vuelto loco. Pero ahora los pacos están haciendo operativos otra vez—Cristian suspiró y se pasó la mano por el cabello. Las siguientes palabras salieron quebradizas—: Má, ¿usted cree que uno sepa cuándo se va a morir?

—¿Qué barbaridad estás diciendo tú, chico? —Mariana se persignó dos veces con una rapidez torpe—. No hables de muerte, ¿tú no ves que eso la atrae? 

—Disculpe, disculpe. No sé ni por qué estoy hablando de esto con usted. No me haga caso, más bien dígame, ¿le sirvieron las pastillas al señor Gustavo? 

Mariana había seguido la conversación con un nudo en el estómago y pocos minutos después Cristian estaba dejando la casa. Le dio un beso en la frente y le echó la bendición, antes de verlo subir al jeep custodiado por un muchachito con rifle.

Ahora, en una visceral espera, Mariana pensó en la pregunta que le hizo su hijo. Pensó que no lo había visto en más de un mes. Habían hablado por teléfono un par de veces, pero eso era todo. Un beso en la frente y ningún abrazo. ¿En qué momento habían dejado de decirse «te quiero»? 

Se hizo de noche y Mariana se fue a la cama, pero no durmió. 

Porque a eso de la medianoche escuchó las violentas ruedas rugir por las calles y subir cuesta arriba. Pasos, gritos, órdenes, llanto. El mortal silencio se convirtió en una sinfonía de caos barbárico. Vinieron a tocar su propia puerta. No era la primera vez que alguien requisaba su casa. Abrirían los armarios, levantarían colchones y preguntarían ¿En dónde está? ¿En dónde está? ¿En dónde está?

Poco sabían que Mariana no dejaba de hacerse la misma pregunta. 

Los hombres no fueron violentos con ella. En otras ocasiones hasta la habían golpeado, pero esta vez le pidieron que se sentara en una silla del comedor. Ella obedeció con paralizante rectitud, sosteniendo en la mano el rosario que ya empezaba a convertirse en una extensión de su propio cuerpo. 

—Mira, pure, no te andes con vainas. ¿En dónde está El Descalzo

—Yo sé tanto como ustedes. No lo veo desde hace un mes. 

¿Dónde estaban sus madres? Se preguntó mientras veía cómo los hombres acababan con todo sin ningún pudor. ¿Vivirían en tanta angustia como ella? ¿Los habían criado con tanto amor como ella a su Cristian? ¿Mecido cuando tenían fiebre? ¿Besado la cabecita cuando se daban algún golpe? ¿Acaso le recriminaban al mismo Dios el que hubiera permitido que un germen venenoso ocupara el espacio que una vez acunó el sueño de ser futbolista? ¿Era esta agonía materna algo universal? 

El útero fértil es el primer enemigo. 

Los hombres le dijeron cosas, seguramente insultos, pero Mariana no escuchó nada. Estaba sumida en un transe catatónico que no la dejó moverse de la silla. A su alrededor yacían muebles volteados y puertas rotas, pero Mariana no intentó acomodar nada.

Se quedó allí sentada, con rosario en mano. 

Más tarde, en la mañana del 15 de septiembre, los vecinos susurrarían: 

¿Supiste lo de Cristian? 

Dicen que le dieron siete tiros en el pecho.

¡Siete! Qué inhumanos… Eso es gastar plomo por no dejar.
Con tres ya estaba listo.

Es que cuando los agarran les da miedo que se les escapen. 
Por eso les dan tanto, para que no se levanten ni a palo.

Mariana también los sintió. Seguía en la silla, encorvada completamente sobre sí misma. Las letanías corrían tan rápido que se tropezaban entre sí, pero se detuvieron abruptamente cuando su cuerpo se estremeció. 

El primer disparo la dejó sin aire, y la llevó al día en que Cristian nació. El dolor y la sangre y los desgarradores llantos que balancean el nacimiento de un niño. Tenerlo en sus brazos, pequeñito y ensangrentado. Pero estaba bien, porque era la sangre de ella y no la de él. ¿Acaso no es ese el orden natural de las cosas? ¿Por qué, entonces, ella no tenía ninguna fuga cuando él se desangraba sobre algún suelo?

El segundo la derrumbó de la silla, cayendo junto al desastre de la requisa. Parecía que los mismos hombres la habían arrojado contra el piso mientras buscaban al malandro dentro de su vientre. Cada bala la trasladó a recuerdos de su seno materno: La vez que se le perdió en la feria de los domingos. El pecho se le contrajo en diez convulsiones. Cuando tuvieron que irse a un refugio durante la temporada de lluvia. La vista le falló, todo se puso negro. La primera vez que se lo llevaron detenido. Las balas atravesaron la cabeza y la boca y el pecho y los brazos y ahora solo había agujeros negros por los que brotaba su sangre imaginaria.

Aguanta, pensó, no te mueras. ¿Iba para él o para ella misma? 

Y después de eso, la soledad de a quien le arrancan el fruto bendito de su vientre. Si alguien hubiese estado con ella…Pero nadie estuvo. La dejaron sola mientras acribillaban a su muchacho. Y cuando pudo enterrar sus restos —ataúd cerrado. Mejor no lo abra, señora, no quiere ver cómo quedó— pocos la acompañaron. 

—Bueno, ya está—le dijo la señora Elizabet mientras le daba palmaditas en la espalda. Fue una de las pocas vecinas que fue a darle el pésame. Después de todo, constantemente le habían ayudado a conseguir insulina—. Ya lo mataron. No tiene que preocuparse más. 

Al tercer día de la muerte de Cristian, nada inusual pasó. 

Los novenarios continuaron.

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