Por: Jorge Morales Corona
Nadie nos prestó ser.
Cada nombre, desde su mismidad, le daba
al signo la temporalidad que requería.
Reyna Rivas
Captó el ligero movimiento de la mirada cuando todo fue quedando en silencio. A ella poco le gustaba quedarse sumida en él. Con frecuencia decía que su inagotable conversación era lo que la había enamorado. Él podía hablar de cualquier cosa, a todas horas y cuando ella lo necesitara estaba disponible para acabar con su tormento. Pero esa tarde el proceso de descomposición del sonido le hizo darse cuenta del ligero movimiento de ojos hacia arriba, como buscando alguna señal.
─Todo está bien, tranquila –le dijo desde el escritorio.
Ella estaba sentada en el sofá junto al mobiliario que hacía las veces de oficina, biblioteca y, a veces, comedor. Le sonrió condescendientemente y siguió mirando al techo. Respiró aliviado al notar que solo era la mirada, que la reacción había sido leve (aunque no descartaba la posibilidad de un pequeño alud antes del terremoto).
Se asomó al balcón y quiso llevarla allí, que escuchara el paso de los carros por la avenida, pero dadas las experiencias anteriores era mejor dejarla sentada. El sol incidía sobre la fachada de forma oblicua, cambiando su ángulo con cada minuto que pasaba mientras la brisa tranquila predijo el cese total de la electricidad. La ciudad se había apagado a sus pies.
─¿Todo está bien? –le escuchó preguntar desde el sofá.
─Sí, perfecto: los carros pasan, hay poca brisa pero creo que llega hasta allá. ¿Lo escuchas?
─Sí, escucho perfectamente.
Tenía días sin conseguir el ansiolítico que le habían recetado en la última consulta; temía, con inevitable pesimismo, un colapso total y otra crisis de nervios. Ya era suficiente con la que él sufría a esas horas de la tarde. Ahora se debatía entre seguir escribiendo o iniciar el proceso de adaptación del medio que con el pasar de los años había instalado en su casa, donde lo importante era no permanecer en silencio.
Había engranado un conjunto de campanas y móviles de tal forma que al jalar de una cuerda se iniciara un sonido algo sincronizado por toda la casa. Necesitaba que el sonido se convirtiera en movimiento antes que ella descubriera el cese de la electricidad. «Aquí sobrevivimos con un poco de locura», pensó volviendo la mirada y detallando la sonrisa inocente que se le había dibujado a su mujer al escuchar una bandada de pericos que migraban y que dejaron su canto regado cerca del balcón.
─Ya no los alimentas –comentó al desvanecerse el canto en la lejanía.
─La que los alimentabas eras tú, pero se te quitó la costumbre.
─Es que desde que me quitaron las manos estoy que no me aguanto en pie.
─Pero mujer, si tú estás completa.
─Díselo a los pájaros, que ya ni se detienen a saludar. A cada cual le llega la hora de migrar y es muy doloroso despedirse –se lamentó la mujer –. ¿Has hablado con Jair?
─Sí, lo hice ayer –mintió–. Te envió saludos.
─¿Cuándo pasa por aquí? La próxima vez que hables con él le dices que traiga a Escarlet, que tengo tiempo que no la veo. Sé que no soy su madre, pero por favor, yo le quiero mucho; y más a la chiquilla.
─Claro, yo se lo digo. Prometió una visita en estos días.
Pero la realidad escocía pecho adentro porque Jair tenía cerca de cuatro años que no aparecía. Algunos le dijeron que estaba en Ramo Verde, otros que en El Helicoide. Nunca hubo certeza sobre su paradero. Su nuera y nieta ahora vivían en el exilio en Estados Unidos, en el estado de Missouri.
─Ya vengo, voy a agarrar agua.
─Tranquila, yo te la traigo.
─Joaquín –contestó con seriedad–, no es para beber, es para salvarnos.
***
Había sido durante la Semana Santa pasada. El viaje se había prolongado más de la cuenta y terminaron retozando en Tucacas con unos amigos llegados desde el exilio autoimpuesto. Chile, Ecuador y Suiza. Vinieron en unas vacaciones tan fugaces como el recuerdo que habían dejado grabado en los que se quedaron.
Tres días bastaron para hacer coincidir definitivamente las miradas y las bocas. Sedientos, después de correr por la costa, se sentaron a esperar el amanecer. Él decía que cuando se metía una buena borrachera le gustaba correr, quitarse el malestar y el mareo impuesto. Ella, en cambio, había dejado de beber hacía tiempo. «El alcohol me trae malos recuerdos», le dijo. «Todos tenemos borracheras inolvidables, de esas que uno dice ‘no vuelvo a beber nunca más’. Pero uno lo vuelve a hacer y se olvida de la promesa. Es que si lo analizas bien para eso están ellas: para quebrarlas. Tranquila, tómate un trago de vez en cuando», le comentó él todavía con la respiración entrecortada del esfuerzo.
La voz quiso salir pero no pudo. Se quedó un rato con la respuesta a ese comentario mientras veía el romper de las olas. El recuerdo se rebatía con el mar y le quitaba nuevamente el aliento. Era la primera vez que volvía a la playa desde la catástrofe. Le dieron ganas de contarle, quebrar esa promesa que se había hecho y por fin hablar sin miedo de lo que había sucedido.
«No es la borrachera, es la playa. La última vez que estuve cerca de una, mi familia fue arrastrada por el alud», dijo al fin. Él se quedó callado.
En ese momento poco le importó el pasado, a pesar de siempre haber pensado que todos estamos construidos a partir de esos derrumbes pretéritos, de los dolores que nos marcaron y esa necesidad imperiosa de cambiarnos el rostro, el nombre, a lo que pertenecemos. Él, tal vez, era igual que ella. Mantenía un dolor bien guardado, debajo de la lengua que no estaba dispuesta a despegarse del paladar para contarlo. Si eso era así, ¿a quién pertenecían ellos?
«Todo suceso pasado es un derrumbe», dijo después. Ella lo miró y lo detalló en medio de la madrugada incipiente. Lo había conocido tiempo atrás y su amistad había sido un frágil intento de relacionarse el uno con el otro. Le tomó de la mano y repitió esa última frase como un mantra. Pensó en el derrumbe de su vida, en lo cerca que estaba nuevamente del abismo.
Él había sido el inicio de su regreso a la vida. La amargura que la fue invadiendo se había convertido en deseo y este último en un intento inusitado de supervivencia.
«¿Alguna vez has estado con una persona destruida?», le preguntó él. Ella asintió. «Yo estoy destruida». Y la mañana los consiguió desnudos, llevados por la marea. Se hicieron uno y para siempre entre las olas frías que traspasaron sus cuerpos.
Ahora sentían de nuevo el calor que dejó el orgasmo mientras se vestían. Había pasado casi un año desde aquel amanecer y Jair estaba cada vez más seguro de amarla. Verónica, por su parte, seguía sintiendo ese deseo irrefrenable por él. Tal vez ser el mejor amigo de su novio lo dotaba de un aura de desquite y eso le encantaba.
Arreglaron un poco la cama y se sentaron a fumar un cigarro. La habitación, en medio de la penumbra, adquirió una dimensión más grande que lo que ella recordaba. Los tonos caoba plásticos de las paredes se habían ensombrecido y el olor a moho pululaba por ese aire viciado que los envolvía. «Parecemos fantasmas», pensó atravesando con la mano la nube condensada frente ellos. Por un momento estuvo segura de alcanzar algo de otra dimensión, un reflejo vago de lo que había sido su vida. Jair decidió abrir la ventana y la avenida El Milagro trajo consigo el estruendo del tráfico. Se quedaron callados lo que duró en consumirse el cigarro. Entre ellos más que palabras lo que había era una promesa de lealtad quebrada, solo conseguida entre las sábanas, se repartían los espíritus que guardaban en sus cuerpos y volvían a la vida normal que los laceraba al salir del hotel.
─¿Qué hay de Hugo? –preguntó luego de lanzar la colilla por la ventana.
─Los doctores no nos dicen nada con certeza. Estoy cansada de estar preocupada –contestó ella mientras le acomodaba la camisa dentro del pantalón.
─Manuel me llamó ayer. Me pidió plata pero le tuve que decir que la había gastado en el carro. Era prestarle (y que posiblemente no me pague en un buen tiempo) o pagar lo de nosotros.
─Él se puede ir a la mierda.
─Pero es el padre de tu hijo.
─Y tú su mejor amigo, de todos modos estamos aquí. Me preferiste a mí.
Ella le dio un beso largo, uno donde sus labios se hundieron, buscaron sitio y se fueron disolviendo como el sol que se derramaba por la ventana. Habían hecho el amor a oscuras, los gemidos se habían escuchado en el pasillo, la electricidad no daba señales de volver a esas horas. Pero no les importó nada, la desesperación por unirse estaba a merced de sus cuerpos como una forma de seguir teniendo esa pertenencia que no conseguían.
─Quiero ir a verlo.
─No, Jair, déjate de vainas. Siempre lo puedes llamar y sabes que te va a decir lo mismo.
─Es mi amigo, no puedes obligarme a alejarme de él. Lo tengo que ver antes que nos vayamos.
─Haz lo que te dé la gana –contestó Verónica con hastío–. ¿Nos vamos?
─Sí, primero debo pasar a buscar un material en la redacción. Luego seguimos al hospital, ya Manuel te debe estar esperando.
Durante el camino se fumaron otro cigarro con el silencio preciso para entender que todo lo que se había planeado, más que un escape de enamorados, era un negocio. Se habían vuelto más socios que amantes. No se tomaron otra vez de las manos –como habían salido del hotel– ni desearon besarse. Las ganas murieron apenas salieron de la habitación.
Aún con la inocencia, surcando esas calles sumidas en un tráfico irresoluble, él no se imaginó que en la redacción lo esperaba una comisión del SEBIN. Apenas estacionaron sintió una ráfaga de frío recorrerle la espalda. Por su mente solo se pasó el escape.
─Quédate en el carro, ya vuelvo –dijo viendo a los efectivos apostados a las afueras del edificio del periódico–. Apenas pase la entrada sales corriendo.
***
El siguiente quejido la terminó de quebrar. Se tuvo que encerrar en el baño a llorar para que nadie viera su vida destrozada por la impotencia. Mantuvo las lágrimas en sus manos por varios minutos, mojándose de toda esa incertidumbre que la iba quebrando día a día. Se había cansado de luchar contra lo inevitable, con el próximo dolor de barriga sin poderlo resolver; y así con todo, el agua anunció con no volver nunca más y la luz daba ciertas pistas de haberla acompañado solo hasta ese día.
Pensó en Joaquín, en cuántas veces le maldijo la vida por dejar vacía esa casa que él había comprado mientras ostentaba un cargo en la Asamblea Legislativa del estado e irse con una puta esquizofrénica de una concejala. Ahora para ella solo quedaba la infraestructura fría, despojada de la esencia de un hogar. Era una mujer consumida en lágrimas.
Cuando salió una brisa fría la envolvió y por primera vez en mucho tiempo sintió que la casa la dejaba desnuda, a merced de lo que amenazaba después de la acera. Había luchado mucho, quizás demasiado. Y todo se resumía en esa brisa que auguraba lo malo y le envolvía el cuerpo en una certeza. Sabía que al escuchar el próximo quejido no podría aguantar el llanto y, en cambio, daría por terminada la fantasía que el hombre que alguna vez se había ido temprano por la mañana volvería por ella y su hija.
«La familia es el primer dolor», se dijo aún parada en la puerta del baño parafraseando el verso de un poeta falconiano que alguna vez había leído en la universidad. Durante esos años pensaba que lo tenía todo: familia, casa, estudios, futuro. Ahora se resumía en atajar pequeños filamentos de aire para cenar. Esa era la comida en la casa: viento frío traído desde lejos, porque electricidad tampoco había, aunque el que no entrara más viento le aseguraba no volver a tiritar, sin ese movimiento espasmódico no habría quejido y sin quejido todo sanaría. «Mi familia es mi último dolor, aquí no se siente más nada», pensó mientras caminaba hacia la puerta de la entrada.
Llamó a Jair que jugaba con el hijo del vecino y le informó que cerraría la puerta. La comanda significaba, en otras palabras, el cese total de las actividades, el sueño impuesto para no sentir el hambre. Pero la acidez no deja dormir, ese brebaje de agua de plátano que más que llenar les había hecho doler el estómago. Tal vez por eso el quejido proveniente de la habitación, quizás ahí residía toda la desesperación.
En la nevera solo quedaba agua fresca.
El niño entró en silencio, con ese swing peligroso de aquel que copia la actitud de un antisocial, con una pistola hecha de madera que servía para jugar a los ladrones a diario. Ella siempre le decía que el juego se llamaba «Policías y ladrones», porque donde hay mal existe el bien. «Sí, pero aquí todos son ladrones, tanto policías como los malandros», apuntaba el niño. A pesar de su actitud, ella a menudo solía preguntarse si tal vez él recordaba a su padre, si la actitud que había desarrollado en contra ella se debía a la ausencia de figura paterna; pero si aún lo recordaba, ¿por qué no preguntaba por él? ¿Se había acostumbrado, a diferencia de ella, a la pérdida y la soledad de la casa?
«Joaquín, tenemos que hablar», le había dicho días después que los había abandonado. «No tengo que hablar nada contigo, Flora, déjate de vainas. Tú sabes por qué me fui. La casa es ahora tu peo», dijo el hombre y arrancó en la moto. Esa nube de polvo que le dio un aura tenebrosa seguía junto a ella. Era el principio y el fin de las cosas. Venía del polvo y a él iba, como le había dicho su padre cuando ella escapó de casa. Ahora lo entendía, le pesaba en la espalda cada decisión que había tomado, todos los amores que había sentido y las verdades a las cuales se había negado a aceptar. Entre sus dientes masticaba la tierra, salada, indiferente, exquisitamente vomitiva. Era una mujer rota, resultado de otros quiebres, de otras reencarnaciones incompletas.
«Guarda la pistola y desvístete para bañarte», le ordenó, «Voy a ver a Lucila y cuando vuelva te quiero en el baño. Y no te lo digo dos veces», completó al ver la burla que le hacía el niño. Cada vez que pronunciaba el nombre de su hija, Lucila, recordaba a Joaquín. «Esa muchacha no es hija mía. Nadie te manda a andar de puta en camas ajenas», le había dicho él una y otra vez en su recuerdo. La recriminación tomaba la forma de puñal que se le hundía lentamente cada vez que era repasada. Una a una las palabras se afilaban más. Lucila era un peso que llevaría toda la vida, que boqueaba en busca de una relación con la normalidad a como diera lugar.
Había nacido con parálisis cerebral doce años atrás. Los doctores le habían indicado que sería una niña por siempre y que no sobreviviría a los siete años de edad. No caminaba, tampoco tenía autonomía para comer o hacer sus necesidades. Cada día era como renacer con la misma niña. Jair creció con la convicción de ayudar a su hermana, aún sin entender aquel rostro que lo miraba desde otra dimensión. A través de sus ojos conseguía algo que carecía de nombre pero que día a día fue dando forma a su carácter, un sentido de pertenencia que no había conseguido en su casa. Lucila era su hogar, la persona que lo había querido no importaba el día o la hora. Ella era su padre y su madre, que lo enseñaba desde el silencio y la sonrisa que desenvainaba.
Flora se guio por la penumbra, descifrando contornos y movimientos a través de lo que su visión alcanzaba a proveerle. Corrió la cortina que servía como puerta para la habitación y tras el velo consiguió la cama solitaria. «Luci…», dejó escapar hacia la hondura pero ni un eco se le devolvió. La oscuridad en aquellos momentos parecía estar formada por antimateria, una fuerza física paralela que ahogaba el sonido. Se aventuró guiándose por el borde del colchón hasta alcanzar el lado donde siempre acostaba a su hija. Ahí fue donde adivinó otro contorno, uno en el suelo que poco a poco se movía. «¡Luci!», volvió a regalarle un grito al vacío. Se abalanzó sobre el cuerpo dándole sentido y profundidad a través del tacto. La parió nuevamente con sus manos, formando los brazos, el abdomen, las piernas y la cabeza, esa porción del nuevo cuerpo que estaba mojada y caliente. El pelo se le hizo viscoso entre los dedos, como si le hubieran bañado la cabeza con aceite. Volvió a restregar los dedos contra el cráneo y los llevó a la boca.
El sabor de la sangre era inconfundible: amargo como el peso de la casa sobre su espalda.