Dos Cannolis

Pimer finalista: “Dos Cannolis”
Seudónimo: Ulises Dhartha
Autor: Carlos Curé 

Esto fue lo que me dejó mi papá: una pastelería, la Pastelería Roma. Aunque en principio fue sólo venta de helados o gelato, como decía él, un inmigrante italiano que no salió de su tierra empujado por la guerra, sino tras los pasos de su primer amor, que se vino a estas tierras caribeñas. Pero para nada, porque aquí se perdió en los brazos de una morena de ojos de tigra, nada más y nada menos que mi mamá. Llegó al país cuando tenía dieciocho años y hasta sus últimos días, sesenta años después, habló con su acento; incluso, a veces daba la sensación de no conseguir las palabras correctas en español —creo que lo hacía para sentirse diferente. Digamos que, aunque hablaba emocionado por esta tierra, la querencia de la patria a la que nunca volvió siempre le murmuraba al oído.

De pequeña sólo venía a comer helados y a mirar cómo mi papá se afanaba en sus mezclas y combinaciones. Era absolutamente mágico ver transformarse en helado los ingredientes dentro de aquella máquina de acero inoxidable. También era placentero ver a los clientes llevándose sus conos o comiendo copas atestadas de bolas de sabor, y aún más placentero resultaba ser testigo de la cara a mi papá, que sonreía orgulloso. Yo, detrás de la barra, disfrutaba con el poder de probar todos los sabores, sin tener que esperar, sin hacer cola, sin límite para comer y menos sin tener que pagar. 

Así crecí, hasta que, adolescente, me alejé un poco. Pero, cada vez que entraba a la heladería, ahí estaba mi viejo sonriente y dispuesto a regalarme de inmediato una barquilla con dos bolas de cremoso helado de pistacho. 

Cuando quedé embarazada y el padre de la criatura desapareció apenas supo la noticia, mi mundo cambió a un color turbio y pesado, pues un mareo de angustia nubló todo a mi alrededor. Como pude me fui a la heladería, y ahí encontré, como lo esperaba, a papá y a mamá en la barra. Mamá, al verme con los ojos deformados de tanto llorar, no pudo disimular su ira. Se secaba las manos con su delantal a cuadros y parecía que se las iba a quitar de tan fuerte que se daba. Ella sabía, no sé cómo, pero ya sabía.

—Estoy embarazada —dije con un murmullo apenas. Después, poco a poco, fueron las explicaciones que sólo mi mamá exigía. Los reproches, los reclamos y las lágrimas de mi papá nunca llegaron. Luego supe que lloró a solas, porque me lo contó mamá. Al contrario, cuando me vio llorando después de dar la noticia, se me acercó, abrió los brazos como un enorme oso y me abrazó; era el calor que necesitaba en esa tarde tan fría.

Después de mecerme mientras me abrazaba, me dijo:

—Aquí estamos y aquí vamos a estar. Esa es la vida, y ¿sabes?, la vita è bella perché cambia… —le gustaba hacer sus citas en italiano, como si así tuvieran más sentido—. Llora, llora ahora, pero mañana no llores más. 

Cambia, sí, la vida se transforma y de qué manera. No esperaba esos cambios y no dejé de llorar al día siguiente. En cuanto a la belleza, en verdad que no vi ninguna.

A partir de ese momento acompañé a mi papá en la heladería. Fue el refugio perfecto. Aprendí todo lo que se necesitaba aprender, y en cuanto pude comencé a agregar en el menú dulces y pasteles italianos, y además coloqué algunas mesas de madera con manteles a cuadros. El verde, blanco y rojo llenó el local por dentro. Papá nunca me dijo que no a los cambios que hacía.

Mi hija correteó en la pastelería al igual que yo lo hice en el pasado. Tropezaba con todo, y su nonno, mi papá, le escondía regalos en cualquier parte y le decía aquella cita, Chi cerca trova, a lo que mi hija salía disparada a buscar en todas partes hasta encontrarlos. En esos momentos el desastre era mayor: vasos, cajas, neveras se abrían y se desordenaban.

Después de que mi papá murió, mi mamá no quiso venir más a la pastelería; se encerró en su casa a vivir de los recuerdos. Y yo seguí acá con la ayuda de mi hija, que de vez en cuando me acompaña después de salir de la universidad. Desde la caja registradora, he visto pasar niños inquietos, enamorados que comparten su copa de helados, familias completas comiendo dulces y hasta el alma solitaria que compra uno y se va. 

Pero de todos, el más particular de mis clientes fue don César. Entrado en años, cabello blanco, alto, robusto, de quijada cortante y aquella gran nariz que sola no era agradable, pero que en conjunto con su rostro se hacía bella. Era majestuoso. Si con los años resultaba buenmozo, no me lo imagino en su juventud; todo un caballero. Venía los jueves, religiosamente a las cinco de la tarde, con su esposa, una bella mujer, delgada, muy recatada al caminar, de rostro fino y delicado. Con su cabello negro recogido en moño, me recordaba a la actriz Audrey Kathleen. 

La primera vez que los vi, él le abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar. Los dos en silencio, sin terminar de entrar, le dieron una vista al interior de la pastelería. Me acerqué un poco apresurada para recibirlos y ofrecerles una mesa.

Sentí un golpe perfumado de varón cuando me dijo:

—Lugar para dos, por favor —y sonrió con galantería.

Yo pensé en las piezas de un rompecabezas y también sonreí. En la última remodelación que hicimos para convertir el sitio de papá en lo que es hoy la Pastelería Roma, dispuse un rincón especial: distante del exhibidor de cristal donde están los dulces y pasteles, a la derecha del ventanal de la fachada donde se exhibe en arco el nombre del negocio, una mesa y dos sillas conforman aquel espacio íntimo desde donde, además, se pueden ver a las personas y a los vehículos de la calle. 

Allí los llevé y allí se sentaron. Acto seguido me retiré un momento para que se pusieran a gusto. Cuando estuve de regreso lo pude notar: aquella pareja eran las piezas que le faltaban a ese rompecabezas del rincón.

—¿Qué quisieran pedir? 

—¿Qué deseas, mi Sol? —le preguntó don César a su esposa, que así la llamaba.

—Lo que tú quieras —respondió ella.

—¿Qué nos ofreces?

—Tenemos helados de todos los sabores, dulces como tiramisú, cannolis, crostata… —iba a continuar con mi menú mental, cuando don César me interrumpió.

—¿Qué son cannolis?

—Es un dulce de masa crocante en forma de pequeño cilindro relleno de ricota pastelera y chispas de chocolate; una maravilla —le dije como quien se sabe las respuestas de un examen.

—Esos… —levantó dos dedos en forma de “v” de su mano derecha—. Tráiganos, por favor, dos cannolis

—¿Y de tomar que desean?

—Dos copas de vino blanco, por favor.

—Disculpe pero no vendemos vino —le dije inclinándome un poco hacia ellos y llevándome las dos manos al pecho. Me habían tomado de sorpresa, era la pregunta que no esperaba que saliera en el examen. Mi inquietud era más por no defraudar a esta pareja perfecta que por no saber qué decirles. Mi papá tenía botellas de vino en la despensa, pero no las iba a sacar, sobre todo porque no teníamos permiso. Sólo se me ocurrió ofrecerle agua frizzante

—Es lo más parecido al champagne lo que les puedo ofrecer —les dije expectante. Ambos se rieron de mi salida y aceptaron la sugerencia. 

—Entonces, dos cannolis y dos aguas frizzantes —repetí para confirmar tan sencillo pedido.

Yo misma emplaté los cannolis, cada uno en su plato. Le tamicé un poco de azúcar nevada por encima y solté algunas chispas de chocolate a su alrededor.

—Con permiso —dije, cuando colocaba cada plato en la mesa y las dos copas de agua frizzante. Desde la caja registradora me quedé observándolos: ella tomó una cucharilla para trozar el cannoli, él, en cambio, lo tomó con la mano y, mientras mordía un lado del dulce, cerró los ojos.

Ambos sonrieron y continuaron su charla, aunque más bien parecía un monólogo: ella no paraba de hablar y él la contemplaba. Pero cuando él hablaba movía las manos, batía los brazos y dibujaba sus ideas en el aire. Así pasaron la tarde. Después se despidieron con algunas palabras de elogio para el dulce y la decoración, y salieron.

Todas las tardes de los jueves aparecían en la pastelería, tanto así, que coloqué un cartel sobre la mesa que decía reservado. No importaba si acaso no vinieran, quería estar segura de que cuando lo hicieran, tuvieran su rincón para verlos charlar. 

Por más esfuerzo culinario que hiciera buscando nuevos postres para ofrecerles (como la gubana, ese rollo esponjoso relleno de nueces y pasas, o la sfogliatella napolitana, o los magníficos gelatos), era inútil, me encontraba de nuevo con:

—Dos cannolis y dos copas de vino, de ese frizzante que tienes —me decía guiñándome el ojo.

Así pasaban sus largas tardes, aislados de los demás, en un rincón donde se recontaban una y otra vez sus historias. Yo, desde la barra, deseaba que alguien me hubiese querido así, con picardía, con serenidad, con esa entrega que le brotaba por los ojos. Ya de tanto venir hicimos amistad y complicidad del cliente fijo. Una vez les llevé los dos cannolis y dos tazas. Me miraron extrañados, pero al beber, el Moscatel les recordó lo que tanto habían pedido y no se les había dado. Él volvió a tomar un poco más y cerró los ojos. 

—¿Por qué hace eso, don César?

—¿Qué hago?

—Cerrar los ojos.

—Porque cerrándolos, solivianto los otros sentidos —y lo volvió a hacer sonriendo.

Una tarde llegó ella sola y me dijo que esperaría a don César, que estaba retirando los resultados de sus chequeos médicos, que últimamente lo aquejaba una molestia en la espalda. 

Cuando él llegó, yo estaba justo conversando de nuevo con Sol. Llegó hasta la mesa, con su paso elegante, con su aire de hombre orgulloso.

—Estoy como un toro —nos dijo a las dos. Yo vi el rostro de Sol, me pareció ver algo en ella que me hizo pensar que no le creyó—. Dos cannolis y dos aguas frizzantes —su ánimo, en verdad, estaba forzado.

—A mí solo agua —dijo Sol.

—Entonces para mí los dos cannolis.

Esa tarde algo había cambiado, la charla fue menos extensa y las sonrisas más cortas. En cierto momento, él le quitó una lágrima a ella con el dorso de sus dedos. Mientras atendía a otros clientes, salieron sin darme cuenta.

Pasaron unos meses sin saber de ellos. Ver el rincón vacío me inquietaba. Una tarde, estando yo en el depósito, mi hija me llamó para decirme:

—Mamá, ven para que veas quién está en el rincón de la pastelería.

Me acerqué a la barra y vi. Ahí estaba don César, manoteando en el aire algún cuento. Tanto lo describía que los que estaban en la mesa a un lado, lo miraban extrañado.

—¿No le vas a decir nada?

—¿Qué le voy a decir, hija?

—¿Mamá, no ves que está hablando solo?

Todo me vino de pronto. Pensé que uno no decide cuándo partir, no lo sabemos, nadie sabe quién está más cerca de la salida, en qué orden se van las cosas importantes, los amores importantes, las personas importantes. Cambia, sí, la vida cambia.

Decidí acercarme y, ya parada al lado de él, le dije:

—¿Puedo acompañarlo, don César?

Me miró desde la silla, entre extrañado y confundido. Uno, dos, tres segundos, parpadeó y contuvo una lágrima. Algunos pensamientos habrán pasado por su mente, cuatro, cinco, la aceptación no llegaría tan pronto, seis, siete…

—Por favor —dijo señalando la silla vacía.

—¿Quiere tomarse algo? Aunque aquí no venden licor —me dijo haciendo su mayor esfuerzo por hacer un chiste. 

—Yo conozco a la dueña, le voy a pedir algo más fuerte, para los amigos —le dije y le hice una seña a mi hija.

Se quedó callado un momento y luego:

—¿Me permite que le cuente una historia?

—Me encantaría.

En ese momento comenzó el relato, levantó un poco su brazo derecho e hizo un giro con la mano. Como si fuese un ave, la pasó por su frente. Ahí estaba don César, con su exagerado lenguaje de señas, contando historias. Y ahí estaba yo, escuchando, y ahí estaba mi hija, viendo, y ahí estaban dos cannolis,sin tocar, sobre la mesa.

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