Como el campeón mundial
dio su vida por llegar
y perder lo más querido
en las masas otro más.
Héctor Lavoe
Algunos afirman que el descenso en su carrera empezó tan pronto pisó el Círculo Militar por tantos mitos y sombras que aun habitan el lugar aunque, naturalmente, hay quienes piensan que la “pava” les empieza tan pronto se ponen los guantes; otros piensan que el santo se le puso de espalda el 25 de febrero de 2006, el día en que ganó el cinturón Fedelatín del peso súper gallo de la Asociación Mundial de Boxeo ―su primer título internacional― contra el panameño Whyber García. Curiosamente ese día imponía un record mundial de 18 victorias consecutivas ganadas por nocaut en el primer round. Hasta ahí llegaría su record, aunque no sería la última vez que despachara a un peleador antes de los tres minutos. En esa ocasión, un exclusivo grupo del Alto Mando Militar se daba cita en el Centro Recreacional Yesterday, en Turmero, Estado Aragua, y hasta se decía que el propio Presidente iba a asistir. Ahora, no sabemos si su ausencia fue lo que propició que el combate se diera con regularidad y se extendiera su racha de victorias, pues el mandatario tenía fama, por quienes lo oponían, de ser una antítesis al rey Midas. Quién sabe cómo habría terminado esa pelea si su majestad hubiese formado parte del espectáculo. De igual manera, la pelea fue trasmitida en vivo por televisión, y aunque el Presidente no pudo ver esos 2 minutos 57 segundos de combate, le llegó el relato de la pelea directamente de boca de sus más confiables seguidores y camaradas de verde oliva.
*Normalmente se le puede decir “mala suerte”, pero la realidad sociolingüística no siempre nos lleva a llamar las cosas por su nombre. En gran parte del Cono Sur y algunos países del continente también se puede hablar de “mala leche”; los dominicanos le otorgan un trasfondo más esotérico y muy vinculado a una maldición ancestral a la cual denominan como “fukú” y su contraparte “zafa”, que no es más que nuestro “sapegato” cuando algo misterioso acarrea una desgracia.
Ese año el Presidente extendería su mandato por un tercer período, lo cual le daría amplia ventaja por encima de sus opositores para plantar más profundo en la tierra la bandera del Socialismo del Siglo XXI. Su interés por los deportes no era para nada un secreto, siendo el béisbol su mayor afición, pero ahora viendo en el boxeo ―y particularmente en un pugilista― la oportunidad para una propaganda más violenta y ofensiva, y arrancar un nuevo período con un nocaut fulminante a quienes ya lo adversaban.
Al recién laureado en la categoría súper gallo lo mandaron a Japón a continuar su carrera, y aun así no pudo desprenderse del hilo que ya lo había enlazado al partido de gobierno. Sus nuevos triunfos lo perfilaban a ser un peleador capaz de triunfar en ese peso y otros más, pero la insistencia del Ministerio del Deporte en convertirlo en poster boy hacía que el apoyo no trascendiera como gloria deportiva por encima de las pasiones que ya despertaba en los más peleones de cualquier escuela.
Tras una estadía de éxito con los puños en el extranjero, asegurándose la confirmación y retención de su título, regresó al país y fue nada más y nada menos que recibido por una comisión especial del ministerio, acompañados por una comitiva de los más distinguidos representantes del recién unificado partido de gobierno. Lo que duró el recorrido del aeropuerto de Maiquetía hasta el hotel en Caracas fue más que suficiente para plantearle y convencerlo ―por encima de lo que su manager pudiera pensar― de lo que el partido había estado planeando tras la victoria en el último referéndum: una pelea entre él y el máximo representante del país.
Ese mismo día, el campeón mundial ―ya conocido internacionalmente como “El Dinamita”, aunque de preferencia criolla como “El Inca”― junto a su manager, entrenadores, su esposa e hijas, se reunieron en la habitación del hotel para discutir lo que previamente ya habían acordado en palabras. Fue uno de sus entrenadores el único que objetó semejante disparate y se oponía a lo que el mismo manager propuso:
―Papá, no inventes vainas. ¿Tú de verdad crees que esto te va a salir barato? Tienes un contrato que cumplir con la gente de Teiken. Vamos a pedir más información de lo que quieren hacer. Si es una pelea showcera para poner al tipo en forma y sacar propaganda, dale. Pero si la vaina va en serio, no deberíamos meternos en ese peo.
―Sí, pero ya tú viste quién está pagando por todo esto. Ya en Turmero lo asomaban. Además, los términos de la pelea siempre van a ser nuestros. Yo me encargo de lidiar con la gente de Teiken y de que nadie del gobierno vaya a filtrar nada. Lo tratamos como publicidad para el ministerio y todo resuelto.
―¿Hasta dónde sabemos que el Presidente va a estar en forma? Empecemos por ahí. Está pesado y es más probable que salga roto. Ya sabemos cómo se le salen las manos a éste de acá.
―Voy a pelear. Es lo único que sé hacer por mi país. Vamos, mami. Vamos a ver qué hay de comer allá abajo.
El campeón salió de la habitación junto a su esposa y sus dos niñas. Luego de un fugaz silencio, fue seguido por su entrenador, quedándose en la habitación solo quien procuraba de esta situación atípica una oportunidad para sacarles todo el jugo capital a dos hombres que estarían por caerse a piñas en el ring.
* * *
Sí, Presidente. Ya hablé con la ministra Mata. La semana que viene vamos a ver las instalaciones… Claro que sí, Presidente. No se preocupe por eso, todos se están portando bien. Le vamos a mandar unos muchachos buenos del gimnasio para que haga sparring… Así es. Lléveselos a correr con usted, Presidente. En la gira, en todos lados. Son gente buena… Sí, vale, Presidente. Ya estamos en conversaciones con ellos también… Sí, ya va a ver que en las olimpíadas que vienen se traen una de oro. A lo mejor… No, Presidente. Es un orgullo. Y un privilegio. Eso va a ayudar, claro que sí… Bueno, si quiere le podemos mandar un entrenador, Pepín conoce… claro, entrenadoras también hay, Presidente… Sí, usted tómese su tiempo… ¿Antonio Gómez? Sí, Presidente. Me han hablado de él, pero todavía no lo he conocido… Con gusto, Presidente… No se preocupe, Presidente. Vamos a dar la pelea… Sí, yo también le voy a dar pelea… claro, vamos a ver cuál izquierda pega más duro… Seguro que sí, Presidente. También un saludo por allá a todos… Sí, aquí los tengo. Son de lechosa, ¿no?… Listo, Presidente. Con gusto… Sí, el lunes paso por allá. Seguro que sí… Bueno, saludos a todos… Así es, venceremos… Hasta luego, Presidente.
* * *
―Adivinen a quién me encontré hablando con la ministra Mata. Nada más y nada menos que “Morochito” Rodríguez.
―¿Y esa vaina?
―Creo que estaban hablando unas vainas sobre la pelea. Por lo que pregunté por ahí, el tipo se está entrenando en Fuerte Tiuna y se trajo unos cubanos para hacer sparring. Por eso es que mandaron pa’ atrás a nuestros muchachos.
―Bueno, eso no es asunto nuestro. Lo que hay que hacer es ver cómo nos sacudimos la juntica que tenemos ahora.
―¿Pasó algo?
―Todavía no, pero si le agarra gusto al polvito ese, nos jodimos.
―Yo hablo con él, tú tranquilo. Por cierto, esto te lo mandan del ministerio. Por las molestias.
―¿Esto?
―¿Te parece poco?
―Me parece que son demasiado arrechos estos carajos. Cuando se les mete una vaina en la cabeza y tienen el poder, no escatiman en recursos.
―Ponte las pilas, viejo. Mira que estamos en el mismo equipo, y aunque peleemos contra el tipo, es él quien nos está ayudando. Nuestro muchacho en cualquier momento consigue un contrato en Las Vegas y chao.
―Eso es verdad. Vámonos. Voy a ver si paso por el banco a depositar una parte.
―Yo me quedo. Viene gente y los voy a esperar un rato. Mira, ahí están.
Los hombres que entraban al gimnasio tenían actitud de haber venido de uno de los calabozos del infierno, aun cuando sus costosas chaquetas estaban afinadas con un colgante porta-documento, o lo que comúnmente se conoce como “chapa”, lo cual indicaba a precisión que eran funcionarios del gobierno.
―¿Cómo les va, camaradas? Les presento a Pepín. Él es el entrenador principal.
―Gusto, hermano. Un saludo y despedida. Ya me iba, igual. Los dejo porque tengo unas vainas que hacer. Siéntanse como en casa.
―Dale, Pepín. Yo los atiendo. Ya sabes… Pasen muchachos. Siéntense.
* * *
El Presidente empezó su entrenamiento en las instalaciones de la Academia Militar, en donde contaba con un gimnasio ampliamente equipado para todo tipo de deportes de combate. Recibía de tanto en tanto recomendaciones del único oro olímpico del país, el cumanés Ramón “Morochito” Rodríguez. ¿No es curioso? Sólo una medalla de oro tenía el país para ese momento y había sido a punta de coñazos. Por encima de muchos otros deportistas, por encima de esa exportación de grandeligas, sólo el boxeo había puesto la bandera del país por lo más alto en el deporte. El cumanés, vendedor de pescado en su momento, ya tenía años viviendo en Caracas, pues necesitaba toda la preparación, primero para unos Juegos Panamericanos, de donde también se trajo la de oro. Después de su hazaña olímpica, estuvo por firmar un contrato profesional pero lo canceló de manera imprevista.
Se dice que un día llevó a su madre a un programa de boxeo en donde se disputarían un par de peleas profesionales, luego de varios rounds de golpes que iban y venían por todo el ring, en un punto de la pelea, un derechazo seco a la mandíbula le sacó volando el protector bucal a uno de los peleadores, y adivinen dónde cae el asqueroso y sangriento pedazo de resina acrílica: sí, en el vestido de doña Olga Margarita Rodríguez de Brito, madre de nuestro pugilista dorado. Después de semejante experiencia, su madre le imploró que abandonara el boxeo, cosa que casi inmediatamente ocurrió cuando a los pocos días canceló su salto al profesional. Lo cierto es que era precisamente ese hombre quien ayudaba a su excelentísimo en su preparación boxística. Aunque tras ser el único oro olímpico del país ya tenía espacios dentro del Instituto Nacional del Deporte, era su sacrificio, su procedencia y su humildad lo que consiguió que el Presidente lo eligiera a él como su entrenador, claro, sumado a una media docena que desde la isla antillana ya habían mandado tan pronto se enteraron del combate.
Su entrenamiento consistía básicamente en correr mañana y noche, incluso si estaba de gira por algún país o si tenía que ir a algún evento en otro estado. Desarrollar la necesaria resistencia para una pelea de boxeo tenía que venir desde lo más simple, es decir, activar y acelerar el paso de oxígeno a los tejidos musculares, o en otras palabras, desarrollar stamina, una resistencia física tal que le sirva al menos aguantarle al menos tres rounds al actual campeón súper pluma. Oxigenoterapia hiperbárica semanal y natación complementaban el régimen de preparación para prolongar su entereza en una actividad de alto rendimiento. Por otro lado ―y en esto precisamente “Morochito” ya se había vuelto un experto― el Presidente necesitaba no sólo endurecer su puños, sino convertirlos en mandarrias demoledoras de cuerpos. Teniendo aproximadamente veinte kilos por encima del campeón, evidentemente, en velocidad no le iba a hacer pelea, por lo cual era necesaria una estrategia de defensa, movimiento, boxeo corto, y pegada neta y destructiva. Estiramientos en arena, terapia extrema de frío-calor en las manos, mancuernas rusas y hand grippers de acero reforzado, junto a una serie de ejercicios y rutinas de pegada contra el saco ayudaron a formar ese par de puños en granadas del dolor. Lo malo era su lengua, capaz de ser a veces más rápida que cualquiera de sus músculos, y fue precisamente lo que necesitaron emparejar las semanas previas al combate. Sólo Alí era capaz de fajarse en el más pesado de los pesos y moverse como un canguro a la vez que le hablaba a sus rivales; el resto son puros imitadores. Bastantes veces que le dijeron que no hablara o se iba a cansar, y un hombre de su constitución y edad cansado es un nocaut sin golpe, pero parecía que no había entrenador, psicólogo o autoridad de cualquier ámbito que lograra convencerlo de permanecer callado durante la pelea.
Cuando ya finiquitaron los detalles y se decidió por una pelea de cuatro rounds, tanto el equipo del Presidente como el del campeón solicitaron los respectivos reportes médicos antes de cualquier enfrentamiento para corroborar la plena salud física y la ausencia de anabólicos esteroides en cada uno de los pugilistas. Al campeón se lo examinó en un centro médico privado y pagado por el partido de gobierno, bastante apartado de la capital para no levantar sospechas de quienes le tenían seguimiento y esperaban una próxima pelea profesional, posiblemente en otra categoría y con la pretensión de posicionarse como un prometedor libra-por-libra. El doctor que lo revisó le dio el alta física, más por presión de miembros del partido que por plenitud en sus condiciones. Resulta que el problema en el campeón sólo podía ser visto a través de una TRM (Tomografía por Resonancia Magnética), pues años atrás, justo antes de su salto al profesional, había sufrido un accidente de tránsito en su motocicleta, en el cual se fracturó el cráneo. De allí que entre 2004 y 2008 se le haya revocado la licencia para pelear en los Estados Unidos, tras no haber aprobado completamente el apto médico. De esto mucho se habló, al inferir que su veto era sólo una mera excusa para frenar su ascenso boxístico, que para el momento de la pelea lo mantenía con un récord de 24 victorias, 24 nocauts. Luego de ver y discutir la imagen por la resonancia magnética con otros colegas, y de comprender la situación en la que estaba con al menos tres funcionarios del partido respirándole en el consultorio, el doctor firmó los exámenes y colocó su sello de aprobación.
―Yo me encargo de los papeles, doctor ―le dijo uno de los funcionarios.
―Bueno, aquí están. Sólo les pido un favor. Que no le den en la cabeza.
Tiene una inflamación en la rodilla, Presidente. Yo sé que usted quiere mantenerse en forma pero debe mantener reposo… Sí entiendo su situación, pero como médico le debo advertir… Comprendo, Presidente. Yo se la voy a firmar, pero su salud es prioridad para la patria… Sólo le pido que se lo tome con calma. Las lecturas del electrocardiograma indican que ha estado corriendo bastante, eso explica la rodilla inflamada… Usted está duro como un toro, pero vamos a administrar esa dureza, ¿le parece, Presidente?… Todo eso está bien. Más proteína en la dieta, claro… Seguro que sí, Presidente. Con gusto… Hasta luego… Sí, hasta la victoria siempre.
Tan pronto se notaron nuevas ausencias del primer mandatario, se empezaron a correr nuevos rumores. Unos decían que estaba recibiendo instrucciones en Cuba, otros que estaba negociando con las FARC a través de unos generales del Alto Mando; también había quienes afirmaban que estaba en comunicaciones con Bielorrusia e Irán para comprar armamento no sancionado por la Asamblea, y hasta se llegó a escuchar, muy por debajito, que padecía de una extraña enfermedad. Todos atinaban a que, de una manera u otra, no se encontraba cumpliendo su mandato y ejercicio constitucional como máximo representante del Ejecutivo y líder de un país; no obstante, era en la forma en la que muchos de esos rumores estaban errados, mas no particularmente en el fondo del asunto, sólo que esta vez se encontraba en un cuartico iluminado como hospital recién inaugurado, siendo vendado en ambas manos de una manera rigurosa por un hombre de piel morena y chaqueta tricolor, pero cuyo acento agalopado con gusto a ron y son contrastaba con ese tricolor que representa a los atletas del país.
En el cuarto había ocho personas, incluyendo al Presidente. Al igual que el hombre que lo vendaba, había otros dos también de chaqueta tricolor que observaban con cierto tono de mirada acusatoria al resto de los presentes en el cuarto. También estaba quien haría de referee: un hombre calvo de mediana edad que parecía estar disfrutando cada doblez del vendaje y demostraba exagerado interés con cada cosa que el Presidente decía. Había otros dos hombres que conversaban en voz muy baja, prácticamente inaudible, y que de vez en cuando lanzaban al aire comentarios y anécdotas sobre una época y un pasado inverosímil en el que a los guerrilleros también se les enseñaba a boxear. En la puerta, más ausente que presente ―aunque sin quitarle la vista al Presidente― se encontraba otro hombre, cuyo reciente nexo con el partido de gobierno en las últimas semanas era una gallina de huevos de oro que en sus 28 años como un reconocido y respetado instructor de boxeo jamás había conocido. Su pupilo, el actual campeón del peso súperpluma de la WBC, se encontraba en otro cuarto ―también iluminado hasta la ceguedad―, inmerso en una profunda concentración, como ya se había acostumbrado antes de cada pelea, ayudado por unos enormes auriculares del que se derramaban intermitentes recortes de música llanera. Al igual que su rival, estaba siendo vendado por su otro entrenador, Pepín, quien hasta ese momento había sido de lo más escéptico respecto de esa pelea, pero leal al proyecto de una praxis ideológica que en ese preciso momento ponía comida en su mesa.
El enviado por el equipo del Presidente para supervisar al rival no esperaba en la puerta del cuarto del campeón sino que, de hecho, intervenía reiteradamente de una u otra manera en el modo en cómo se hacía el vendaje e insistía ―con ese acento azucarado e incompatible a su chaqueta tricolor― en que cambiara los colores de sus trusas a uno que no se confundiera con los colores del partido. En el momento en que desistió de ello y empezó a cargar en contra de las trenzas de los guantes, entraba otro hombre vestido con chaqueta tricolor. Alguien a quien ya Pepín había visto ingresar a su gimnasio semanas atrás, junto a otros presuntos funcionarios.
―¿Listos por aquí? Ustedes entran de primero.
―El campeón debe entrar de segundo cuando ambos peleadores son del mismo país.
Aquel hombre que recién había ingresado en el vestuario del campeón, parpadeó casi en cámara lenta, masticó un par de veces algo oscuro que se le vislumbraba en la boca, se le acercó a Pepín y, justo después de escupir en el suelo, agregó en voz baja:
―¿Ah, sí? ¿Ahora tú mandas aquí?
Se miraron por un drástico y tenso par de segundos.
―Vamos, pues. No tenemos todo el día.
A los pocos minutos, un corrío llanero anunciaba la entrada del campeón al cuadrilátero en pleno Círculo Militar; lo conocía bien, pues ya una vez había peleado en ese lugar, aunque con más público asistente a su favor y no apenas las aproximadamente cincuenta personas que se agolpaban alrededor del cuadrilátero, expectantes a un hecho inaudito del que su máximo líder sería partícipe.
Su concentración estaba al máximo, aun cuando la pelea no sumaría en su récord, pero sí en publicitarlo, pues parte del acuerdo con los miembros del partido y el Ministerio del Poder Popular para el Deporte incluía darle mayor cobertura a sus peleas e involucrarlo en propagandas que llegaran a todos los estrados de la sociedad y, en buena medida, dentro de la opinión internacional, o al menos eso esperaban conseguir.
La gente aplaudía, muchos ya lo conocían bien. Su nombre y su apodo en el boxeo nacional se los tenía bien ganados. Evidentemente, los selectos asistentes estaban conscientes de estar frente a un hombre que acumulaba 24 peleas ganadas de forma consecutiva, todas por la vía rápida. La música fue bajando de volumen y dio paso casi inesperadamente a un Florentino y El Diablo a todo gañote y a un juego muy bizarro de luces para dar a entender que el Presidente estaba haciendo su entrada al ring. Cada tonada llanera arrancaba las pasiones de lo que se venía y pretendía entenderse como una pelea en igualdad de condiciones. Ambos pugilistas vestían trusas en las que el rojo predominaba, pero con la diferencia de “EL INCA” en letras doradas en uno y “EL ARAÑERO” en letras tricolor en el otro, sobre un fondo de bordes oliva, cuyo frente tenía el apellido del Presidente, al que ya todos relacionaban con una tradición boxística. Todos quisieron saludar al mandatario y desearle suerte y, casi en igual medida, lo mismo hicieron con el campeón, aunque dándole a entender su parcialidad. El referee hacía su entrada casi inmediatamente detrás del Presidente, tan pronto la música se detuvo y sólo murmullos y voces quedaron haciendo eco. Se fueron saliendo los entrenadores y demás personas del cuadrilátero para que los peleadores recibieran las últimas indicaciones. De manera extraña, el Presidente no había hablado hasta ese momento. Chocaron sus respectivos guantes con el rival y cada uno se fue a su esquina.
*Mucho antes de involucrarse de lleno en la política, incluso antes de hacerse soldado quien ostenta la máxima magistratura se dedicaba a vender pequeños dulces de lechosa, cuya pulpa concentrada y hebras acarameladas asemejaban a una peculiarmente suculenta araña.
ROUND 1
Suena la campana. El Presidente toma la iniciativa con un par de jabs al torso, poca precisión. El campeón se mueve, va y viene con la guardia en alto, amaga, se sigue moviendo a los lados y el Presidente hace un juego de piernas. La gente grita, aplauden, vitorean su nombre; suelta un one-two que sorprende a muchos por el sonido que se desprende del contacto entre los guantes y la defensa del campeón. Son golpes de semipesado, aunque más de uno empezó a gritar “¡Coño, como Alí!” El campeón se cubre y luego se mueve de un lado a otro. Suelta un jab. Gritan. Buen golpe al rostro. Se sueltan las manos e intercambian cada uno golpes al torso. Buena pegada de uno y otro, zurda contra zurda. Nuevo jab del campeón neto al mentón del Presidente. Trastabilla. Tiene que retroceder, la gente vocifera, abuchean, aplauden, todo al mismo tiempo. El campeón sale explosivo y conecta un one-two a la humanidad de su rival. Luego este se abraza a él para evitar otra arremetida. En ese momento se ve que abre la boca, pero no sólo para tomar aire, sino para decirle unas palabras al campeón, aprovechando la cercanía, a la vez que le suelta izquierdazos al costado, a la vista gorda del referee y el público. Los gritos de los entrenadores de una esquina y otra se cruzan por el cuadrilátero pero no hacen diferencia en lo que acontece. Ahora se juntan con unos derechazos poco ortodoxos, aprieta y golpea a zarpazos ¿o arañazos? El campeón siente los golpes, pues ha bajado la guardia e intenta salirse de ese doloroso y desordenado castigo. Le cuesta mucho zafarse del abrazo atropellado de golpes a cualquiera de sus lados. El público está en éxtasis. Justo cuando se venía otra arremetida, se escurre por un lado y sale de la zona de castigo. Toma distancia del Presidente. Se vuelve a mover por el ring, como todo un profesional, un nuevo one-two, pero con poca efectividad. Su pegada es más rápida y reiterada pero necesita mayor contundencia. Pega y sale de la zona de peligro, más jabs al torso y rostro del mandatario, amaga, se mueve y lo confunde con otro amague que termina en una izquierda que casi lo alcanza a la altura del mentón, lugar al que muchos conocen como “el suiche”. El Presidente le vuelve a hablar ―ahora desde la distancia―, pero es poco lo que se puede entender de lo que dice a través del protector bucal; naturalmente, no hay un hilo conductor en sus palabras y el cansancio ya se le empieza a notar. Se vuelven a acercar, más jabs de ambos, aunque ahora la iniciativa la lleva el campeón; pega más rápidamente y poco a poco va haciendo que el Presidente retroceda, como si el castigo anterior era lo que necesitaba para entrar completamente en calor. Busca avasallar a su rival con nuevas combinaciones entre jabs, derechas y algunas izquierdas bien administradas, pero el Presidente logra esquivar muchos de los golpes, aunque ya es notorio que el dominio pasa a puños del Inca. “¡Boxéalo, boxéalo!” le gritan al campeón desde su esquina para un inmediato abrazo del Presidente. Pero esta vez no deja ni que le hable al oído ni que lo golpee en los costados. Se mueve rápidamente por el ring y espera a que el mandatario agarre aire mientras camina por el cuadrilátero y lo sigue con mucho menor ímpetu del que tenía al empezar la pelea. Sólo tiene que mantenerse lejos de la izquierda de su rival, la cual ya ha mandado a la lona a más de una veintena de peleadores. Hay algunos gritos, mezclados con abucheos y vítores a favor del Presidente, lo cual propicia que vuelva a tomar una iniciativa que acaba con un ligero intercambio y una combinación de amagues hasta la conocida izquierda del campeón, la cual llega casi de lleno a la oreja derecha del mandatario. Nuevos gritos y silbidos, a la vez que el campeón intenta terminar la pelea por la vía rápida, considerando la desorientación en la que el Presidente se encuentra, pero la campana suena aguda y decididamente para dar fin al primer asalto.
―¡Pero tú eres loco! Toma agua. Bájale dos, es el Presidente con quien estás peleando. Bótala.
―Coño… pero tampoco me puedo… dejar joder.
―¿En qué habíamos quedado? Boxéalo nada más, muévete más en el ring. Que sea vistoso es lo que quiere esta gente, porque eres bueno y el tipo te va a buscar. Toma. No porque los dos se dieron hasta en la madre ahí. Bótala.
―El referee… está permisivo.
―Sí, ya vimos. Toma agua. Pero cuídate de su izquierda. Se ve que el carajo la entrenó bien. Bótala. Sobre todo los golpes al costado, cuídate que van por ahí.
―¿Qué te dijo cuando te abrazó?
―Quiere que… sea real.
―Me estás jodiendo.
―Te está obligando, entonces. Por eso el referee se hace el loco. Toma agua.
―No caigas en la provocación. ¡Pégate a la estrategia que armamos, coño! Bota el agua. Son cuatro rounds nada más que…
―Más agua.
Ambos entrenadores se miraron. Era la primera vez que por su cuenta les pedía agua al inicio de una pelea. Normalmente, a los boxeadores se les hidrata de a escasos sorbos, los cuales se escupen en mayor parte. Pero el campeón había sentido los golpes del Arañero y hasta tuvo que moverse más de lo acostumbrado en el ring.
ROUND 2
Suena la campana. El mandatario sale decidido a buscar al campeón, pues para efectos prácticos de la pelea, debería ser siempre el retador quien lleve la iniciativa; va caminando lenta pero firmemente y el campeón se percata de ello, tiene que seguir moviéndose, lo cual a la larga pudiera ser una ventaja si su rival se cansa primero. Pero el Presidente insiste en llevar las riendas del combate y empieza a lanzar los primeros jabs y amagues que no causan ningún daño, algunos son recibidos por los guantes del campeón, otros por los brazos; no es precisamente su defensa por lo que se conoce, sino esa pegada relampagueante que ha logrado que muchos de sus rivales se descoloquen en la guardia para terminar siendo apresados por una ráfaga de coñazos y sus cuerpos en la lona. No es el caso ahora. Es el Presidente quien invita a la contienda, y como el campeón no le sigue el juego la gente empieza a abuchear y gritarle cosas. De momentos pareciera que son solamente los dos entrenadores del Inca los que gritan a su favor, aunque no tanto para animarlo, sino para indicarle qué hacer, todo por encima del deporte, pues aunque en el boxeo muchas veces es el rival quien te da de comer aun si él pierde, preocupa cuando fuera del ring las reglas son otras. Qué arrecho cuando de una manera u otra, terminas siéndole oposición, por más que te caiga bien el tipo. Error en sus movimientos. El Presidente lo lleva contra las cuerdas y logra atestarle par de golpes combinados, aun cuando su defensa ha estado muy cerrada. Luego intenta con un one-two, varios jabs de derecha y arremete con la izquierda al brazo derecho del campeón. Poco a poco va subiendo y cada vez se escucha más el trancazo del cuero al cuerpo que al propio guante que lo protege. El campeón sigue defendiéndose y trata de soltar las manos, pero la contundencia con la que su rival lo ataca no le permite causar ninguna diferencia y sigue recibiendo castigo de a poco. Luego se agacha un poco e intenta la salida con un par de ganchos que sí logran alcanzar el torso y mentón del mandatario, pero justo cuando intenta salirse de la zona de castigo, es abrazado por el Presidente, al parecer es su técnica pasivo-agresiva para recuperarse y volver a la riña.
―¿Le está volviendo a hablar? ¡Qué coño!
―¡Vamos, salte, muévete en las cuerdas!
Nuevamente el Arañero ha tomado por sorpresa a muchos, pues ha decidido castigar todo el costado derecho ―protegido hasta donde puede por el campeón― e ir poco a poco subiendo los golpes hasta que el Inca baja la guardia y es sacudido por un mazazo de izquierda directo al oído, justo por el que unos segundos atrás el propio Presidente le hablaba. El golpe ha hecho que a sus piernas se les olvidara cómo caminar, lo cual aprovecha el Arañero para seguir su lluvia de golpes; de momentos parece que hasta abusa de su izquierda pero continúa buscando la complexión del campeón, y éste, que ahora se mueve más rápidamente pero con mucha tensión en su andar, piensa sobre las palabras que precedieron ese golpe y que lo ha dejado sordo de un lado momentáneamente.
―¡Salte de ahí, muévete, muévete!
―Baja el volumen, que no queremos escuchar tus gritos cuando editemos el vídeo.
Pepín no se había dado cuenta del hombre que estaba a sus espaldas y lo veía con pereza a la vez que subía la mirada para chequear cómo iba la pelea. El mismo hombre que minutos antes los había informado, por no decir ordenado, a que entraran de primeros al ring.
El Inca intenta moverse más aprisa dentro del cuadrilátero, y ya se le nota un esfuerzo mayor y hasta doloroso; el golpe no se lo había podido sacar y su rival embiste cada vez que puede y llega con fuerza al menor descuido. Lo interesante del boxeo ―más allá de esa aparente nobleza, la preparación y el éxtasis administrado con cada golpe bien conectado― está en lo milimétrico hasta lo garrafal que puede representar un descuido, precisamente cuando sólo hay dos personas que se intentan arrancar la cabeza a golpes. De hecho, antes de cada pelea, una de las cosas que en las que los referees ponen énfasis es en “cuidarse en todo momento”. Naturalmente, hay golpes penalizados y acciones prohibidas dentro de una pelea de boxeo, al término de que pueden quitarle puntos al que cometa la infracción e incluso detener la pelea y otorgársela al otro púgil, dependiendo de la gravedad y reiteración del hecho. No es para nada diferente en el caso del campeón, ya que no sólo tiene que cuidarse al más mínimo indicio de una carga, sino también de las palabras del Presidente. No ha sido mucho ni tan modulado el mensaje a través de su cansancio y el protector bucal, pero sí claro y contundente, al punto que cuando volvía a pensar en las recientes palabras, era por segunda vez sometido a un exceso de golpes de izquierdas que lo obligaban a mantener su guardia en alto, pero que después de poco más de una docena de golpes que dejaban sus brazos reventados por el escarmiento y el cansancio al querer mantenerlos en alto, encontraban desgraciadamente la necesidad de bajar un poco para que la cabeza, término deseado para acabar la pelea, quedara al descubierto y el mandarriazo de hierro le llegara de lleno y se conmutara en una partidura espantosa a la altura de la ceja derecha. El sonido de la campana que ha dado fin al asalto se mezcla con el pandemónium que ya se había formado desde que al campeón le empezaron a bailar las piernas.
ROUND 3
Suena la campana. Es el Presidente quien ha salido primero. Sorprendentemente, se le ve más ágil que en los rounds anteriores. Parece haber entrado en calor. El campeón se mueve por el ring, suelta algunos jabs, más de cálculo que con verdadera intención. One-two, de un lado al otro; de alguna manera pareciera que el campeón busca sacudirse el golpe recibido hace poco. El Presidente va a su ritmo, también moviéndose por el ring, buscándolo como gato al ratón. Se acerca, amaga, vuelve a moverse y suelta un par de one-twos que agarra desprevenidos tanto al campeón como al público; no obstante, no hace mayor daño. Ahora es el Presidente quien vuelve a la ofensiva, lanza soberbios golpes a la humanidad del campeón, quien aguanta y trata de zafarse de semejante escarmiento, cuando un nuevo descuido de uno e intento por amarrarse del otro es esquivado, lo cual resulta en desconcierto. Los decibeles y la algarabía son bajados ―literalmente― a golpes y lo que eran vítores y gritos en pro del mandatario se han convertido en silencios y sonidos que se ahogan, pues un nuevo one-two se ha colado en la parte inferior del torso del retador: primero con un jab de derecha en la costilla izquierda para inmediatamente cerrar con un gancho zurdo directo al borde de la elástica de la trusa, la cual debía proteger la pelvis del Presidente. Lo ha derribado. Rodilla en tierra, o al menos en la lona; el mandatario sólo puede cubrirse la zona herida con ambos guantes, ya tirado en el cuadrilátero y casi apoyando la frente en el suelo, al tiempo que es rápidamente asistido por más de una docena de hombres que lo tratan de acostar y hacen una barrera para que nadie más se le acerque. Los abucheos rompen ese corto silencio atizado con murmullos tras el golpe evidenciado, y el equipo del campeón, entre el desconcierto y la preocupación, es abordado por casi otra docena de hombres, quienes no dejan de insultar y acusar al reconocido pugilista por haber hecho lo que en otras circunstancias habría sido aplaudido, pero que esta vez la ceguedad ha omitido. No más nobleza en el boxeo. El hombre de chaqueta tricolor que antes los acompañaba se acerca al momento que las esquinas se llenaban y desbordaban de quienes antes eran sólo espectadores.
―Vengan. Yo los saco de aquí. Muévanse.
Entre empujones y roces se le cuelan a la multitud, pasan por un pasillo de improperios y amenazas, acompañados de algunos silbidos y uno que otro manotazo, pero finalmente salen del lugar y son llevados hasta un cuarto bastante pequeño y poco iluminado en donde a los pocos minutos llegan otros dos hombres vestidos con chaquetas negras y lentes oscuros, quienes sin pronunciar palabra alguna los escoltan a través de otros pasillos hasta llegar al estacionamiento. Allí, una pick-up blanca y una negra ―ambas sin ningún tipo de identificación― los esperan.
―Móntense en esa. Tú vienes con nosotros.
―A él no se lo llevan. El campeón se va con nosotros.
―Te lo voy a decir bien clarito: aquí las cosas se hacen como yo diga. Se montan, o los montamos nosotros, ¿ok?
Los dos entrenadores y el campeón se miran. Al Inca ya le sangraba un poco la cabeza, la cual le iba abriendo paso a unas delgadas líneas carmesí que se mezclaban con el sudor y terminaban en las cejas.
―¿Y entonces?
Otro hombre acababa de bajar de la pick-up negra. El campeón lo mira con el ceño algo fruncido y en seguida se empieza a sacar el vendaje con los dientes y a desamarrarse los guantes.
―Vayan… voy a estar bien… conozco esta gente.
―Qué carajos, pa…
―Tranquilo… ¿Verdad que todo está bien? Igual… ellos me tienen chequear, eso quedó acordado… ¿no? Toma. Dale los guantes… a Carolina. Díganle que la voy a ver… más tarde. Háganme ese favor… Vayan.
―Dennos un número pa…
―Móntense. Nosotros los llamamos.
Los dos entrenadores se vuelven a mirar y casi de inmediato son forzados por los tipos de negro a subirse en el vehículo blanco. Tan pronto cerraron la puerta, pudieron ver a través del vidrio ahumado cómo el campeón se iba alejando, escoltado por el tipo de la chaqueta y otro más hacia el vehículo negro. El Inca no era forzado a subirse; voluntaria y muy tranquilamente se monta en la camioneta y ambas parten en direcciones opuestas.
*
―¿Cómo que me mandó los guantes? ¿Qué significa…? ¿A dónde se lo llevaron?
―Dijeron que nos llamarían. Vamos a esperar un poco…
―Coño, Pepín, pero si hasta ahorita es que ustedes se aparecen, ¿ah? Toda la noche esperándolos y me dices esa vaina.
―No sabíamos qué hacer y nos quedamos en el lobby dando vueltas a ver si nos seguían o lo veíamos regresar.
―Esta vaina la sabíamos. Los carajos esos que supuestamente son del ministerio, son ellos los que andan con sus vainas raras y los que le empezaron a meter ideas y todo ese veneno que ahora él mismo se anda metiendo.
―¿De qué coño estás hablando?
―¿Qué, ahora tú no sabías? No te hagas el pendejo, Ramón.
―O sea, que él no sabe.
―Yo…
La puerta de la habitación 419 se abrió casi de golpe. El Inca entraba sin poder mirar a los presentes, vistiendo las mismas trusas que ahora se combinaban con una chaqueta color rojo que dejaba al descubierto una parte de su torso. Con él entraban los mismos sujetos que se lo habían llevado, vistiendo las mismas chaquetas oscuras:
―Aquí tienen su campeón.
Al verlo se dieron cuenta de lo perdida que estaba su mirada, del rojo en los capilares de sus ojos que hacían juego con su ropa, del polvillo blanquecino que bordeaba su nariz y contrastaba al maquillaje de los golpes recibidos; pero nada de eso los impactaba, nada de esa mirada desorbitada, o las hinchazones en su rostro, ni mucho menos ese residuo que aún no se había podido limpiar de la nariz los asombraba, sino lo que en su nueva chaqueta apenas y se podía ocultar, de donde era visible en tintas permanentes y alguno que otro pigmento el rostro de un hombre, uno a quien hasta hacía algunas horas habían visto en la lona, pero que ahora esbozaba una peculiar expresión en el pecho del campeón, como marca de una bestia.