Les fauves

Les Fauves
Seudónimo: Ivan Luis Espíndola
Autor: Diego Ricardo Ojeda

En ocasiones me sigo culpando del modo estúpido en el que aprendí a evadir las emociones más fuertes y dolorosas, hábito que fue produciéndose pocos años antes de empezar el liceo. Alrededor ocurrían cosas terribles diariamente y me resultaba agotador adquirir una actitud crítica y poner en práctica mi empatía. Ya no quería sentir asco, tristeza, o indignación.

Gracias a ello, ahora no sólo he adquirido una pobre memoria en relación a los momentos más cruciales de mi crecimiento, sino que además, casi sin darme cuenta, me convirtió en una persona incapaz de reaccionar con rapidez a los problemas que en mi entorno estaban generándose y las agresiones directas hacia mi integridad física y emocional. En síntesis, me convertí en alguien débil. Y en el modo cruel en el que está constituido nuestro mundo, las personas débiles solemos ser el blanco perfecto para sucumbir ante la voluntad de aquellos con mayores recursos, mayor fuerza o mayor inteligencia, lo cual fue exactamente lo que me ocurrió.

La rutina se llevaba a cabo los martes y jueves a eso de las cinco de la tarde, cuando el señor Lorenzo se estacionaba en una esquina poco concurrida de la avenida Cedeño. No bajaba los vidrios ni apagaba el carro. Yo había conseguido un trabajito en una zapatería cercana midiendo la temperatura y echando antibacterial a los potenciales clientes que entraban a la tienda, y cuyo sueldo apenas me alcanzaba para los pasajes de la semana y aportar algo al mercado de la casa. Terminando mi turno me dirigía a aquella esquina, donde por lo general ya me estaba esperando. Al entrar al auto, me bañaba las manos con alcohol y me pedía que usara el tapabocas; de ahí arrancaba hacia su apartamento, ubicado en la zona norte de la ciudad.

El sol de finales de la tarde agudizaba aún más la pesadumbre y el silencio que reinaba en la calle desde el comienzo de la pandemia. Cuando todavía estaba en el liceo -Hace poco menos de dos años- pasar por la avenida Cedeño a las cinco de la tarde representaba encarar una estampida de gente de todo tipo. Uniformes blanco, azul y beige; los trabajadores de las tiendas, farmacias y almacenes; los vendedores de cigarros, chupetas y bambinos; congestionaban el transporte público y desbordaban las aceras, creando un ecosistema caótico que daba la impresión de no tener principio ni final. Mientras observaba por la ventana del auto los restos de aquella avenida, ahora desolada, con la mayoría de tiendas cerradas y las escasas personas en las paradas, con medio rostro cubierto de tapabocas de todos los colores y estampados, me sentía en un mal sueño en el que todo había sido barrido por el polvo.

El viaje, cuando no había tráfico, era breve; de quince a veinte minutos. No me gustaba que durara más que eso, porque entonces el frío me haría comenzar a tiritar y calentarme las manos con mi aliento. No quería que el notara esto; siempre tenía el aire acondicionado al máximo y parecía no afectarle en lo absoluto. Con el tiempo me fui sintiendo cómodo con su actitud indiferente ante mi presencia, y quería que se siguiera manteniendo así. Pese a que nuestra relación no era precisamente de amistad, no había cosa que odiara más en el mundo que el sentir que era una molestia o mala compañía para alguien, era algo que no podía ignorar; por lo que prefería ser complaciente y no quejarme, hablar u opinar a menos que fuera él quien empezara la conversación, cosa que nunca llegó a suceder.

Cuando llegábamos a su apartamento me dejaba quitarme el tapabocas y me ofrecía agua. El lugar no era muy grande, pero resultaba acogedor a simple vista. Resaltaba su pulcritud, y la sala, decorada de manera minimalista, me recordaba al vestíbulo de alguna clínica cara. Sin embargo, el aspecto que cautivó mi atención desde la primera vez eran las paredes de la sala, las cuales no estaban decoradas con fotos de su familia ni diplomas honoríficos; en su lugar colgaba nueve cuadros de colores chillones y figuras violentas. Eran fovistas; las había visto todas en una revista de arte que gustaba ojear en mi niñez y que mi padre compraba, las cuales llegaron a producirme pánico y aparecer en mis pesadillas de manera recurrente. Con los años las fui olvidando, pero por azares del destino ahora sus imitaciones se encontraban a mi alrededor, observándome.

Como era la costumbre, pedía permiso para ir al baño como excusa para esperar a que él se desvistiera en la sala; no le gustaba que lo viera haciéndolo. Cuando salía, su ropa ya estaba en el suelo y él se encontraba sentado en el sofá, con toda su corpulencia al aire. El señor Lorenzo es la única persona con la que he estado, pese a que le mentí acerca de mi virginidad la primera vez que estuve en su apartamento. Gracias a él descubrí un triste hecho que no he tenido la oportunidad de desmentir: el sexo no es algo que yo disfrute. Pero tampoco debía convertirse en una tortura, había aprendido a controlar la respiración y los latidos cardiacos para no retroceder del pánico al observar su musculatura canosa de sexagenario con casi dos metros de estatura acercarse a mí con lujuria. Para ello, gustaba de fingir que no era yo, sino que era una elaborada estatua como aquellas que esculpieron los renacentistas exaltando la belleza del cuerpo humano. Mi piel, rodillas y rostro; convertidos ahora en mármol, yeso, arcilla o algún material más barato, intentaba evadir los cinco sentidos, y era incapaz de reaccionar a los estímulos externos que estaba recibiendo. Por mi mente pasaba el recuerdo de los cuadros fovistas, cuya excentricidad era suficiente para entretenerme mientras el señor Lorenzo me guiaba en una coreografía que se sabía casi de memoria, la cual no solía extenderse por más de quince minutos.

Al finalizar, me dejaba ir al baño para enjuagarme la boca, nos vestíamos, y antes de salir, me colocaba en calidad de propina un billete de cinco o diez dólares en el bolsillo del pantalón. —Para que te compres cualquier vaina —me susurraba—. El camino de regreso hasta la estación del metro era igual de silencioso.

Para mi alivio, el señor Lorenzo nunca cometió la insensatez de enamorarse, o al menos no me lo hizo ver. Nunca había señales de amor en el lenguaje que le gustaba manejar conmigo dentro o fuera del acto sexual; nunca hubo besos, regalos impertinentes ni invitaciones fuera de nuestro horario establecido. La única vez que lo veía fuera del horario, era los domingos en la mañana, cuando este iba de visita a la casa de mis padres.

Los domingos y lunes eran los días que tenía libres en el trabajo, por lo que aprovechaba dormir hasta tarde. Sin embargo, era difícil no despertarme a causa las carcajadas provenientes de la sala de mi padre, el señor Lorenzo, y ocasionalmente mi madre. Llegaba a eso de las nueve, cuando ellos ya habían regresado de la misa. Su voz se escuchaba en toda la casa, era imponente incluso en ocasiones tan casuales como una visita a un amigo cercano. Yo trataba de demorar mi salida del cuarto el mayor tiempo posible solo para evitar la pesada tarea de saludarlo, pero sus visitas solían prolongarse hasta mucho después del mediodía, por lo que las necesidades fisiológicas y el hambre me obligaban a finalmente salir y encontrármelo de frente. —Epa miguelito, ¿Cómo está la vaina? —Me saludaba con elocuencia, como los adultos suelen saludar a los niños cercanos a la familia.

Yo le devolvía el saludo con la mayor brevedad posible, a veces, esto iba acompañado de un apretón de manos y una palmada en el pecho que fácilmente podía sacarme un pulmón.

Ya de camino a la cocina, de espaldas a ellos, no podía evitar reírme para mis entrañas ante tan confusa situación y lo estúpido que me debía de ver actuando de ese modo.

El señor Lorenzo y mi padre son amigos de toda la vida; crecieron en el mismo barrio, a dos casas de distancia uno del otro. Con los años el señor Lorenzo se graduó de administración y empezó a incursionar en los comedores industriales, en lo cual tuvo éxito y logró mudarse. Al poco tiempo se casó y tuvieron un hijo, Samuel, unos diez años mayor que yo, a quien mandaron a estudiar para España, donde se quedó viviendo. Menos de un año después, terminó por divorciarse de su mujer, quien a los pocos meses falleció de un accidente cerebrovascular provocado -a especulación de los médicos- por su tendencia al tabaquismo y un marcado sobrepeso. Su hijo no volvió al país desde entonces.

Mi padre, por su parte, dejó la universidad tras la muerte de mis abuelos. Luego de mi nacimiento, tuvo alguno que otro trabajo bueno, pero en todos ellos era despedido o la empresa cerraba. Las necesidades del hogar lo llevaron a convertir un hobbie de su juventud en un oficio, a través de la venta de cuadros decorativos. Los pintaba en el patio, bajo la mata de mango, y mi madre lo ayudaba a venderlos en un puestico en el mercado o pasando casa por casa a través del barrio. Tenía talento, siempre lo creí. La mayoría de sus obras eran imitaciones de impresionistas famosos, pero no era algo que mucha gente notara.

A nivel económico, tenía sus momentos buenos y momentos terribles; pero era sustentable, o eso presumía al comprar los lienzos y las pinturas y dedicar días completos en ellas.

Conforme fui creciendo me venía la duda de por qué el señor Lorenzo no lo contrataba en alguno de los comedores siendo tan buenos amigos; pero nunca me animé a preguntar; en la casa parecían no estar mínimamente interesados en el asunto. Pese a eso, el señor Lorenzo venía a todos mis cumpleaños desde que tengo memoria, se daba un tiempo para pasar por la casa los días festivos, y luego de su divorcio, empezó a visitarnos todos los domingos por insistencia de mis padres, con un breve descanso de más o menos cuatro meses luego de que empezó la pandemia, —sólo para prevenir —se excusaba.

En una de aquellas visitas, meses antes de que me graduara de bachiller, fue cuando expuso formalmente ante mis padres sus intenciones de hacerse cargo de mi universidad.

Alegando que yo era lo más cercano a un hijo que le quedaba dentro del país, y que lo hacía en honor a la amistad de muchos años con mis padres. Ambos quedaron mudos, no disimularon su emoción ni pusieron resistencia alguna; era una oferta caída del cielo que de ningún modo podían dejar escapar. Observarme graduado de alguna de esas universidades pagas del norte era algo que apenas contemplarían si trabajaban sin parar por más años de los que tenían de vida y los que aún les quedaban, por lo que me insistieron en que me decidiera por la carrera que quería estudiar antes de que iniciara el periodo de inscripción.

Intenté compartir con mis padres la emoción ante tal noticia. Sin embargo, el señor Lorenzo ya me había hecho la oferta algunos días antes, cuando me interpeló saliendo del liceo; la diferencia era que a mí no me había ocultado el precio, incluso argumentando que, de hecho, era bastante generoso considerando la gran oportunidad que me estaba ofreciendo

—Sólo no se te vaya a olvidar que esto es entre tú y yo, si se lo cuentas a alguien más se jodió todo—. Por más desorientado que me sentí en un principio, no quise hacer demasiadas preguntas ni parecer inseguro. Terminé admitiendo que tenía razón; pese a su naturaleza poco convencional, probablemente nadie me haría una oferta similar en mi vida, y convencido de que las personas como yo deben hacer el doble de esfuerzos para estar al mismo nivel que el resto del mundo, acepté.

El encuentro de los martes y jueves se convirtió desde entonces en parte de mi rutina; incluso luego de la llegada de la pandemia, la cual interrumpió mi último año de liceo y convirtió mi etapa universitaria en algo meramente virtual, los martes y jueves seguían sin interrupción alguna. Por ello, no fue fácil predecir lo que significaría para mi futuro aquella semana en la que el señor Lorenzo no se apareció y me dejó esperando en aquella esquina.

Ese fue el principio del fin.

Luego de esperar más de una hora el jueves, decidí por irme a casa antes de que oscureciera. Tenía prohibido llamarle o mandarle mensajes de cualquier tipo, por lo que mi única opción en ese punto era esperar a verlo el domingo. Casi no pude dormir en esos tres días; me quedaba en la cama observando el techo de zinc por horas mientras la ansiedad me carcomía vivo a la par de que iba enumerando la cantidad de cosas que pude haber hecho mal y que causaron su disgusto.

Tal y como esperaba, el domingo estaba nuevamente en la casa. Era una visita habitual, incluso llevó una bolsa de comida como acostumbraba a hacer cuando planeaba quedarse a almorzar. Salí a saludarlo, disimulando ante mis padres el hecho de que quería verlo frente a frente. La respuesta no la tendría en aquel instante, pero esperaba encontrar en él un atisbo, algún gesto o palabra que me diera pistas de lo que había ocurrido; conseguí más que eso cuando me devolvió el saludo de forma mucho más formal de lo acostumbrado, me invitó a quedarme en la sala y pidió a mis padres su mayor atención ante la noticia que debía darnos.

—Me hice unos exámenes esta semana, soy seropositivo —dijo, de un solo golpe. De pronto una onda de calor me pasó por todo el cuerpo, era lo último que esperaba escuchar.

Alrededor, mi padre maldecía en voz baja y mi madre se tapaba la boca con las manos y de sus ojos brotaron ligeras lágrimas.

—Pero esto no es una sentencia de muerte —intentó consolarlos. —Debo seguir un tratamiento desde ahora

—Coño, ¡y con lo jodido que está este país para conseguir los tratamientos! —Vociferó mi padre.

—Samuel ya está al tanto de la noticia, quiere que me vaya con él para España tan pronto como sea posible.

—Es lo mejor —mi padre mantenía un cierto desánimo

—Jesucristo, ¿No sabes cómo pudiste contagiarte de eso? —Preguntó mi madre luego de encomendarse a unos cinco santos.

—Eso no se pregunta, Sonia, tu sabes cómo está la calle ahorita –la regañaba mi padre –No se sabe ya que loca anda contagiada y lo anda regando por ahí.

La respuesta de mi padre parecía avergonzar más al señor Lorenzo, quien además, evitaba totalmente el contacto directo conmigo en toda la conversación. Pero las dudas de mi madre acabaron por abrirme los ojos y darme cuenta de cuán comprometido estaba yo con aquella noticia.

Me marché a mi cuarto con tal silencio que ninguno de los presentes, ahogados en una marea de emociones, notó siquiera.

—¿Y ahora qué? —Me pregunté. Por primera vez en casi dos años, me sentí atrapado en aquella situación. Estaba ocurriendo algo que me afectaba directamente, pero en lo que no tenía ningún derecho a actuar en consecuencia, pedir explicaciones o señalar culpables.

Lo más probable era que yo también estaba infectado, y si era así, él era responsable de ello, no había otra manera. ¿Pero cómo podía señalarlo y obligarlo a responsabilizarse por lo que me hizo? Ahora él se iría, y me dejaría a mi suerte.

Aún era muy temprano para confirmar mi mayor temor; debía de recordar todas aquellas veces en las que el Señor Lorenzo decidió no usar preservativo. Siempre di por hecho que lo utilizaba; aquella estúpida costumbre de petrificar mis sentidos e ignorar la situación en la que me encontraba me hacía pasar por alto varios detalles del entorno. Lo único que recordaba eran las pinturas fovistas de la sala, pero ellas no me darían ninguna respuesta.

El almuerzo no fue mejor; mientras me veía obligado a sentarme junto a él sin demostrar ninguna señal del pánico que estaba explotando en mi cabeza, este se disculpaba con mis padres por no poder seguir cumpliendo con los pagos de la universidad mientras organizaba su situación. Mi padre le aseguró que no había ningún problema, que ellos resolverían; yo tendría que congelar el semestre por tiempo indefinido, lo que se resumía en un para siempre.

Concluí en que el trato que teníamos se había disuelto en su totalidad. Ya no quedaba interés alguno entre los dos, de hecho, yo salí más jodido que nunca, estaba a una muestra de sangre de saber si también era seropositivo o aquello era solo un pretexto suyo para esfumarse. La parte de mí que creía en lo último me causaba consuelo, a pesar de implicar que fácilmente fui estafado todo este tiempo con un trato que él terminaría incumpliendo.

El martes siguiente salí de la tienda como de costumbre, sólo que esta vez me dirigía a la estación del metro para irme a casa, pero en el camino fui interceptado por el señor Lorenzo. Estacionó su carro justo en frente de mí y empezó a tocar corneta. Quise ignorarlo, pero él me siguió manejando paralelo a la acera, creando un escándalo en la calle casi desierta. Acabé subiendo aún con algo de temor.

Todos aquellos meses intenté interpretar el papel de amante perfecto; aquel que no causa problemas, no hace preguntas, y que sólo estaba ahí para satisfacer una necesidad física. Pero yo no tenía idea de lo que esto significaba. Por mi cabeza nunca había pasado siquiera la idea de seducir a cualquiera; no era lindo, ni simpático, ni extrovertido, y mi aspecto raquítico, moreno y de grandes pómulos en ocasiones me hacía compararme en el espejo con un gato hambriento. Aún con todo eso, el señor Lorenzo me había elegido a mí, incluso pudiendo hacerle la misma oferta a cualquier joven de mi edad con mayores atributos, él sabía que era yo el único que podría dominar, manipular y llevar en cualquier dirección que él deseara. Y yo tenía plena conciencia de esto, pero nunca quise darle mucha importancia.

—¿Podrías bajarle al aire acondicionado? —Dije a los pocos minutos de camino. Íbamos en dirección al apartamento.

—El aire está bien —Contestó sin apartar su vista del volante. Lo notaba más ansioso que de costumbre.

Al entrar al apartamento me quité el tapabocas y lo primero que recibí fue una cachetada suya que me dejó dar al menos tres pasos tambaleantes hasta que caí mareado en la alfombra de la sala. Los cuadros en la pared bailaban alrededor, empujándose unos con otros entremezclando sus rostros amorfos pintados de verde y carmesí. La voz del señor

Lorenzo se escuchaba cada vez más nítida, por lo que me levanté antes de recibir el segundo golpe.

—¿Fuiste tú? —alcancé a escuchar con claridad. Ya sabía a lo que se estaba refiriendo.

—Imposible —Traté de defenderme como pude mientras retrocedía por temor al segundo golpe. Sin darme cuenta ya estaba contra la pared.

Casi sin moverse de su sitio logró alcanzarme, tomándome por el pecho y empujándome hacia una esquina. Perdí el equilibrio y acabé nuevamente sentado en el suelo.

—Yo no podría, nunca he estado con nadie más que tú —exhalé con esfuerzo, me faltaba el aire.

—Nojoda —gruñó con frustración, no era la respuesta que esperaba. –¿Cómo me consta a mí eso?

—No sé, no sé —Me cubrí el rostro con los brazos, estaba temblando y las palabras apenas me salían del pecho—, te estoy diciendo la verdad.

Hubo un aterrador silencio en el que solo podía escuchar su respiración agitada. Me quedé en la esquina, el seguía en frente, observándome. A los pocos minutos fue a la cocina y volvió con una botella de vino a medio tomar. Se sentó en el sofá, bebió un largo trago directamente de la botella sin arrugar la cara y me mandó a levantarme.

—Ya vete, no tiene caso. —Me señaló las llaves y me dijo que las lanzara hacia adentro luego

de abrir.

Su actitud me confundía; ya ni siquiera me estaba observando cuando me levanté con algo de esfuerzo y me limpié la cara. Al tomar las llaves, fui tomando conciencia de que nunca más volvería a aquel lugar. A pesar de aquel turbulento final, sentí alivio.

—¿Usabas condón, no? —expulsé.

—¿A ti que coño te importa? —Nuevamente sin observarme, tenía la botella aún en las manos y estaba absorto mirando al frente. Aquella respuesta me despertó cierto coraje que ni siquiera sabía que tenía.

—Me pudiste haber contagiado.

—Si te contagiaste fue por andar de puto. A mí no me jodas más.

Una cachetada con el puño cerrado fue el acto reflejo que mi cuerpo propició luego de tanta impotencia. Aunque sentí un arrepentimiento inmediato al verlo ponerse de pie con toda su furia, no podía retroceder en ese punto.

A la velocidad de una bala tiró la botella en la alfombra, dejando derramar el resto de líquido, y tomándome del brazo me lanzó al sofá. Se abalanzó sobre mí de tal modo que sentí que me iba a romper todos los huesos. Exasperadamente intenté manotear para quitármelo de encima

—¿Ahora vas a lanzar coñazos carajito de mierda? —Era inútil. Tenía mis piernas y el pecho inmovilizados, y el brazo izquierdo estaba aplastado por mi cuerpo. Él con una mano me agarraba el cuello y con la otra mantenía un ritmo violento de golpes al rostro, los cuales por cuestión de espacio no alcanzaban a tener el impulso suficiente para romperme la mandíbula. —¡Golpéame ahora, dale!

Sentí que me iba a matar en aquel momento. Con la mano derecha empecé a hurgar el piso desesperadamente en busca de algo que me ayudara. Un líquido frío se escurría por la alfombra y me humedeció las manos. Siguiendo aquel rastro encontré la botella de vino abandonada, y tomé fuerzas para levantarla y lanzar un golpe al señor Lorenzo en el muslo con suficiente fuerza para acabar rompiéndola en dos.

Lo último que escuché fue un grito ahogado. Cayó al piso inmediatamente, lanzando un montón de maldiciones. De sus pantalones empezaba a crecer ahora una mancha de sangre en la zona del impacto, en donde se agarraba con dolor. Aproveché la oportunidad y salté del sofá, tomé las llaves y me largué a correr, tan rápido como pude, aún con las piernas acalambradas y un ligero mareo.

Lo último que vi al salir fue a él quejándose, acostado en la alfombra ahora arruinada y manchada de sangre y vino. Las pinturas fovistas decoraban tal escena con gestos burlones de sorpresa y conmoción. Me preocupó que me delatara por el daño, pero pensé que si lo hacía, sería el quien tendría que dar más explicaciones que yo.

Al llegar a la casa todavía no era de noche. Mis padres estaban pintando en el patio y para mi suerte no me escucharon entrar. Las náuseas me explotaron desde el camino mientras recordaba al señor Lorenzo lanzándose sobre mí, y lo primero que hice fue correr al baño a expulsar hasta las entrañas. Desde hace más de dos años que no me sentía así de enfermo.

Aletargado por la falta de contenido en mi estómago, me tomé un momento para observarme al espejo. Mi nariz botaba un hilo de sangre seca, y en el cachete apenas se observaba una sombra rojiza; en relación a la brutalidad de los golpes, había quedado casi intacto, aunque ciertamente el cuerpo me dolía como nunca y el brazo con el que levanté la botella de vino ahora estaba casi inutilizable y me era imposible elevarlo.

Lo primero que hice al entrar a mi habitación fue sacar de debajo del colchón una caja de cigarros donde guardaba todas las propinas que me daba el señor Lorenzo; luego de contar los billetes, la suma llegaba a los 110 dólares. No era una cantidad para nada despreciable, pero no sería suficiente para pagar el siguiente semestre. Guardé los billetes nuevamente en la caja, me sentía demasiado descompuesto como para pensar con claridad lo que haría con esos ahorros, «con lo que me den en la tienda tal vez si llego» pensé. Acosté medio cuerpo en la cama, tirando la caja al piso sin querer, cerré los ojos y me dispuse a quedarme dormido. Alguien tocó la puerta.

Era mi padre. No quería que notara el estado en el que me encontraba, por lo que rápidamente puse el rostro hacia el lado de la pared y me tapé con la sábana. Traté de persuadirlo quejándome de lo cansado que había llegado del trabajo y que sentía algo de malestar de cuerpo. Él se sentó al borde de la cama, haciendo caso omiso a mi lamento.

—¿Andas preocupado por lo de Lorenzo y tu universidad, no? —me preguntó, hablaba con un tono realista que nunca antes había escuchado en él.

—Es algo que podía pasar, papá. No hay mucho que se pueda hacer —respondí con indiferencia, sin voltear el rostro.

—Que vainas —arrastraba las palabras con desgano—, a fin de cuentas, estas mierdas pasan y no hay mucho que uno pueda hacer.

—Está bien, papá —traté de consolarlo— ¿cómo podían ustedes evitar que ocurriera todo esto?

—Tal vez nunca pudimos.

Me costaba mantenerme al corriente de las palabras de mi padre. Los ojos se me cerraban solos y el estómago me rugía, además, sentía que me habían martillado el cráneo y clavado varios alfileres en los brazos.

—Coño Miguel, ¿tú te acuerdas de la revista de arte que te gustaba ver cuando estabas más pequeño? —Cambió drásticamente de tono. Asentí por reflejo.

—Había obras de un pintor llamado Matisse, era un fovista.

De pronto aquellas imágenes me vinieron a la cabeza y despertaron nuevamente mis sentidos.

—Hace un tiempo estaba buscando la revista y resulta que Lorenzo la tenía. Parece que te vio observándola y quiso llevársela para estudiarla.

—¿Y qué pasa con eso? —respondí secamente, con riesgo a parecer grosero.

—Es que después de eso me pidió que hiciera unas reproducciones de esos cuadros; pinté varios de ellos. Dijo que pagaría por cada cuadro lo equivalente a un semestre de la carrera. No te lo dije porque él me insistió en que fuese un secreto.

La ilusa confesión de mi padre me causó ligera gracia, finalmente había descubierto el origen de aquellos cuadros expuestos en la sala de manera anacrónica. Me costaba pensar, no quería ahondar en el tema en aquel instante.

—Pues igual no cumplió con su parte del trato —Dije secamente, dispuesto a quedarme dormido aún con él hablando.

—Por eso los va a traer de regreso mañana, me avisó por teléfono al mediodía.

—¿Y eso qué?

—Pues nada, sólo quería hablar contigo.

La idea de tener nuevamente dichos óleos en la casa no me causaba menos que nauseas; no quería volver a verlos nunca. Pero a fin de cuenta, sólo eran piezas de tela, no era algo trascendental por lo que valiera la pena preocuparme.

—Déjame dormir, creo que me va a dar fiebre —le repliqué, con propósito de expulsarlo del cuarto. Él comprendió, y no puso mayor resistencia para irse.

—Que tu mamá no se entere que estás fumando, o te jode. —Fue lo último que dijo antes de cerrar la puerta.

Me di cuenta de que la cajita de cigarros había quedado en el piso a plena vista. La advertencia de mi padre en tono cómplice me pareció llegar tan al extremo de lo ridículo que casi logró mejorar mi estado de ánimo, pero mi cuerpo estaba completamente fuera de servicio. En aquel momento sólo quería dormir, y olvidarme de la muestra de sangre, de la universidad, y del señor Lorenzo, y de todas las demás fieras que me acechaban; las enfrentaría, pero primero debía descansar.

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