Ologá

Tercera mención honorífica
Seudónimo: Magnus Carlsen
Autor: Jonathan Leonardo Bolívar García

«¡Estoy de venta!…
¿quién me compra?»
Teresa de la Parra. Ifigenia 

«Estoy atado al mástil 
porque necesito, para salvar al mundo, 
que canten las sirenas».
Waldo Leyva. Memoria del porvenir 

Margarita cantaba lo latente en pliegues de memoria. Todos, menos Betza, incitaban un baile irreconocible con tanto vigor que el polvo se desprendía del segundo piso. Hasta la plaza y sus lámparas rotas recordaron que aún vivía gente en el viejo Arizona. 

Tuve un amor en Paraguay,
una flor que se quemó mal.
No alcancé a decir que sí,
que ya se sacó del toque
y me lo dejó a mí.

Hallaron sus manos atestadas de sangre y coágulos formados bajo las uñas, entre los dedos de los pies. Tres meses desde que el gancho de ropa le atravesó la vagina a Margarita, tres palos de ron con café y bailaba. Fue suficiente colocar una colchoneta sobre la mancha. 

—En el Arizona nunca llueve, Betza. Nunca… 

Chichí tenía cinco años, la voz chillona y piojos. Cuidaba la bolsa mientras Betza los mataba. 

El pelo de Margarita era rojo escarlata. Betza quiso teñírselo una vez, aunque ya no, y sus mechones negros le dificultaban ahogar aquellos parásitos con líquido de café sin azúcar y muy poco café, con colillas de Ibiza. Antonio se apodaba Antón, su sudadera azul marino fue regalo para Betza así que recitaba La dama del perrito semidesnudo. Solo había una taza sin piojos, era alargada ocasionalmente hacia el resto. 

—No quiero fumar —dijo Betza—, no me gusta. 

—No te estoy ofreciendo cigarros, sino café.

—Igual.

—Te vas a morir de hambre. 

—Cada uno de nosotros. 

Margarita contuvo su canto, se sentó en una esquina y echó dos palos extras de ron al café. Nadie usaba el colchón. La radio del heladero en la plaza fue clara: «Son las diez, tararararán, y cincuenta minutos». Betza le jaló un moño a Chichí. 

—La verga está jodía, mis amores. ¿Vieron lo que le pasó a Caridad? La pobre dándole que dándole a la rusa con sus dolores en las tetas y chupando y chupando como si esa mierda fuera tan sabrosa —movimientos precisos. Chichí reía—. Está bueno que le pase: por pendeja, por quererse robar la rodaja de jabón azul. Dizque le pica a cada rato, sabrá Dios por qué… ¿Betza? ¿Vas con Erick? 

Mano al bolsillo y otra a la bolsa, único el movimiento que la levantó.
—Mamá necesita un baño.

—Si sabes de algún enchufao que necesite uno, me avisas. La verga está jodía, ¡jodía! 

Betza descendió del segundo piso equilibrándose en las vigas restantes tras el incendio. La estructura tenía hollín y comején, ventanas tapiadas, techo impecable. Desde el primer piso brotaba una luz, allí dormían sobre bolsas llenas de periódico. Apenas contaba con dos camas el Arizona y se escuchó una rechinando. Casi pecado el deseo, solo casi, que humedeció sus labios antes de tragar saliva. Pies descalzos, navaja lista. No soltó la bolsa porque «La verga está jodía» era frase en boga. 

—Mi amor, ¿cómo te fue en Suiza? 

Su voz zarpaba sin rumbo, ojos vacíos iban hacia el cielo nublado y la boca, semiabierta, esbozaba una sonrisa insípida. El meneo de la cabeza era constante. 

—Bendición, mamá. Hora del baño. 

Mal clima impidió que el balde encima del alféizar tuviera agua tibia. Vetusta cómoda guardaba un pañuelo, un trozo de jabón azul para bebé y cajas vacías. Betza siempre revisaba las cajas, cual infante buscando juguetes, y después cerraba la cómoda. Restos de huevecillos marrones quedaron en su sudadera azul marino. La cama tenía un agujero, una bacinica debajo y el patio, por suerte, se alcanzaba caminando. Cavar el hoyo era opción, también mandarlo todo al montículo. 

Camisilla blanca y piel perlada, muslos definidos y busto generoso, pezones tentando tela. Madre e hija eran lampiñas. Los brazos que levantaron a la anciana obraban menor esfuerzo cada vez, aunque en masa no crecían, solo en cicatrices. Entre uñas habitaban corpúsculos, de modo que el pañuelo se tornó colérico y ciertas gotas perecieron a sus pies. Frotaba porque el charco se expandía, plantas resbalaban, borroso gusto a hierro le mimó las papilas. 

—Estas pastillas están vencidas. ¿Las compraron así o…? 

Betza abrazaba sus rodillas al costado de su madre, le temblaban los dedos y caían del codo gotas rojas. Navaja con mano izquierda. Vómito carente de sólidos con bacinica. Aquella anciana veía hacia la ventana y su boca, semiabierta, esbozaba una sonrisa insípida. 

—Mi amor, ¿cómo te fue en Suiza? 

—Excelente, señora Rocío —contestó Erick—. Le traje varios regalos. 

—Ah, qué hermosos —la anciana aplaudió dos veces—. Me recuerdan a los que trajiste del Salto Ángel, Ignacio. Son igualitos… 

Erick tomó asiento al lado de Betza y sus ojos verdes comenzaron a estudiarle el brazo derecho, luego la muñeca; sin embargo, un ademán le obstó. Betza respiraba por la boca y se mordía los labios. Ambos otearon sus pies impolutos, incluso irritados de tanto fregar. 

—¿Sabes que podrías hablar con ella durante horas si le dices las cosas correctas? 

—¿Sabes que de nada sirve y que no me reconoce? —preguntó Betza—. ¿Tuviste trabajo? 

—Nos servirá para un par de días. —¿Y después?
—Veremos.
—¿Y después? 

—Seguiremos viendo.
Betza, Erick y una anciana meneando su cabeza. 

—Estos nubarrones llevan meses —dijo Betza. 

—En el Arizona nunca llueve. 

De la bolsa obtuvo botas Converse, jeans negros, chaqueta y lencería. Se desvistió de espaldas a su madre, le era difícil ponerse la ropa porque estaba ajustada. Tres gotas de Channel N°5 Made in Colombia y un estornudo. Había tiempo para aceptar ese café sin azúcar ni mucho café. 

—En el Arizona nunca llueve, Betza. 

—Pero si llueve, recogemos agua. 

—¿Es por las pastillas de tu madre? ¿Cuánto cuestan? Te puedo ayudar a… 

—Valen más de lo que hace el culo tuyo, mucho más… 

Peculiar era el aroma de Channel N°5 Made in Colombia y jabón azul. Dos oían al cielo, a la anciana decir: 

—¿Te acuerdas de cuando vimos los Relámpagos del Catatumbo, Ignacio? Me aprisionabas contra tu pecho y yo no te solté nunca, nunca. ¿Cuándo? ¿Cuándo volverás de Suiza? Voy a tener una niña, aquí en el Arizona, y es tuya. Tuya y mía. La voy a tener, sí. La tendré. La tendré si vuelves, Ignacio, como Maracaibo tiene a los Relámpago del Catatumbo. 

—Vieja loca —murmuró Erick. 

Ambos rieron y los dientes dejaron de morder. 

—Sé que eres muchas cosas —aclaró Betza—, pero no un marico. 

—¿También sabes que tu madre está loca? 

Ambos rieron y las manos dejaron de temblar. 

—¿Has cargado a Chichí últimamente? Casi no pesa. Y mi vieja loca pronto quedará muda y paralítica. Están acabándose las dos. 

«Son la una, tararararán, y veinticinco minutos». A Erick le fallaba el pulso, varios pinchazos se ocultaban en medio de sus dedos. Sobre la cama, muy cerca del borde, una jeringa había escapado del confinamiento. Sopesándola, Betza suspiró. 

—No eres muy distinto al resto —dijo con desaire—. Bendición, mamá. Erick te cuida. 

El aroma a Channel N°5 Made in Colombia salió del cuarto, no el de jabón azul. Los truenos cesaron. Una niña se asomó mientras Erick cerraba la ventana, luego fue engullida por el Arizona y las cucarachas reinaron. 

—Mi amor, ¿cómo te fue en Suiza? 

Vagó con gracia, montando olas hasta fundirse con la ciudad, hasta ser concreto y asfalto. Tan homogénea como estatua que nadie nota, invisible como rayado peatonal que nadie usa, diáfana como hambriento que nadie alimenta. Hombre o perro. Billetes extraviados en un bolsillo de la chaqueta, pero no comió con él; debía mantener estándares. Las personas señalaban, ignoraban y se dispersaban bajo la lluvia. Liceístas tumbaban mango a fuerza de piedras enfrente del ateneo, algunas le caían al Libertador. Mejor no indagar edades o estaría allí, tirándole piedras a Bolívar, viendo al zapatero correr con sus zapatos mojados. 

Quiso reír. 

Mano y navaja. Los truenos carcajeaban para ella, con ella, de ella: la chica cabizbaja bien joven, bien virgen, bien dotada, bien dark. Similar a Antón y Margarita, el negocio donde nunca llueve: 

—Estaba yo, pajúa, una quinceañera montada en la moto del Papi, gritando: «¡Estoy de venta!…¿quién me compra?…¿quién me compra?», lo único que me quedó de Lengua. Éramos tres: yo, Caridad y Viviana. Así empezamos, nosotras against the world. Palabras gringas, baby, porque una podrá ser muy puta pero no muy bruta. A Vivi la consentíamos, le dejábamos los mejores clientes, los trabajitos más rápidos, a los que no aguantaban ni cinco minutos. Dinero fácil, chama. Dinero fácil. Tiempos aquellos, baby, puro cash… 

—¿Dónde está Viviana? 

—No cualquiera maneja el gancho, Betza. Yo se lo dije. 

«¿Eran un brazo esos coágulos? ¿Una pierna? ¿La cabeza, quizá?», pensaba. Le pareció ver relámpagos morados zanjando el horizonte, viento desgraciado, gotas cual granizo. Espalda recta y firme; todo tambalea en altamar. Se aferró al semáforo. Luz roja, tarde de orquesta y preguntas: «¿Cuánto valdrá una dark como yo?». La ropa húmeda definía más su figura, incluso mareada lucía dark, dark con botas Converse, jeans, chaqueta y lencería. Recordó entonces el comentario que nadie hizo porque los datos de los clientes son sagrados, de gente honesta, estudiosa, cívica. Gente sí o sí… 

—Alguien igual a ti, en tales condiciones, vale mucho y no cualquiera paga. Hay un hombre que sólo busca tu perfil, exactamente tu perfil: el de la Hummer negra. Brinda instrucciones, paga bien. Debes hablar con Papi para contactarlo y él te va cobrar. Aunque se dice, y no lo creas, y no te lo digo yo, que tiene a la hija estudiando música y que en el teatro da conciertos. El de la Hummer negra, acuérdate. Y acuérdate de que no te lo dije yo. 

Ford, Renault, Hyundai, Chevrolet, Benz… Lluvia inmisericorde inundó las calles de la ciudad. El techado protegía a hijos y padres. Instrumentos pulidos, risas ansiosas, adultos elocuentes,  gala vespertina. Entraron y Betza se afincó al semáforo con luz roja. 

Resonó después el inconfundible motor 5.3 V8. Aquella HT3 negra necesitaba dos espacios para estacionarse. Dark, vidrios arriba, ni la lluvia era suficiente. La niña apenas levantaba el chelo. Su vestido era verde oliva, parecido al de la madre, quien llevaba lentes de sol para combinar con el hombre alto, hirsuto y sereno. Camisa y pantalón, brillo dorado en la muñeca izquierda, otro en el anular derecho. Ninguno volteó, sin embargo, e ingresaron despectivamente al teatro como si les fuera cotidianidad. 

No podía Betza soltarse porque obraba aquella pose característica de las chicas dark: mirada torva, labios anhelantes, rodillas adentro y brazos atrás, torso enaltecido. Hacía la pose porque atraer a los hombre es ley cuando «La verga está jodía» y sólo quien salió a fumar era capaz de pagar lo que ella costaba. Betza supo que tras los lentes de sol había ojos ponzoñosos, similares a los que tanto la acechaban en el Arizona. Supo que esos ojos le apuntaban a ella, únicamente a ella. 

Amarillentas aguas y sogas de carne humana le impedían acercarse. «Tierra a la vista, capitán», pensó. Grandes dedos enhestaron su rostro, el pulgar palpó sus pálidos labios. Si liberaba al semáforo, moría. Y la pulsera de cuencas cerca del reloj dorado, las cuencas con letras, las letras hechas palabra, la palabra: «Papi». Ya el semáforo no la sujetaba, sino él. 

—Dime quién te lo dijo, muchachita.
Luz verde, tarde de orquesta cancelada por intensas lluvias. 

*** 

Una lámpara titilaba en la plaza. Ni siquiera el ulular del viento la recibió y lo cierto es que nadie esperaba por ella. Marcadas manos, bolsas varias. Contra piel, empujada por comestibles, la navaja perdió sentido ante cajas cual chelo en espalda infantil. Demasiado pronto despertaron sombras, hollín y comején. Betza se tomó la molestia de cruzar ese cuarto, abrir una bolsa y, pupilas dilatadas al ras de su nuca, sacar el campesino más largo, untarle mayonesa con un chuchillo plástico y meterle esas tajadas de queso que se piden por gramos y se sellan al vacío. Chichí tampoco miró a Betza, sino al inmenso campesino encima de sus piernas. Su figura encorvada pudo abandonar el cuarto al ceder las bolsas a a jauría. Le hubiera gustado ver a Antón. Margarita seguro iba a volver cuando las cosas se asentaran y no fuera literal que «La verga está jodía». 

—Mi amor, ¿cómo te fue en Suiza? 

Dos cajas terminaron adentro de la cómoda. No recordaba su otra compra: el plástico que envuelve al empaque del Pall Mall provoca demasiado ruido, también el de Belmont, Lucky Strike y Marlboro. El nombre acarició la punta de su lengua cuando el yesquero hizo lo suyo, formándose mientras minúsculos soles consumían el cuerpo entre labios, el cuerpo bajo el alféizar. Entonces, las reminiscencias concluyeron. Creyó observar grumos, una jeringa penetrando un brazo, semiabiertos ojos verdes, cucarachas huyendo hacia la oscuridad. Era azul el empaque, estaba segura de eso. 

—Fumabas en nuestra choza de Ologá, ¿te acuerdas? 

El humo fue rechazado, mas hastió los alvéolos tras la tercera o cuarta jalada. Era menos problemático cada vez, sería así hasta acostumbrarse al amargo gusto de la felicidad. 

—Está lloviendo en el Arizona, mamá…
Sin una nube en el cielo, la titilante lámpara apagó.