Solo busco amor

Autor: Ana Patricia Luzardo Piñero

Hace una hora aproximadamente abrí los ojos. Sigo en cama, viendo el techo y maldiciendo a cualquier cosa que exista y me permita continuar con la vida. Soy demasiado cobarde como para cometer suicidio. La luz del sol se cuela por la ventana frontal a mi cama individual y, cada vez que avanza, me recuerda que debo levantarme.

Miro el desastre que me rodea: la ropa de la noche anterior en el piso, los papeles de las toallas higiénicas hechos bolitas sobre la mesa de noche y fotografías, libros; cartas y hojas sin importancia desparramadas en cada esquina. No, ningún papel en esa habitación carece de importancia. Todos son una recopilación de datos de gente a quien no le intereso.

Suspiro, me pongo de pie y arrastro el cuerpo a la cocina de mi pequeño departamento: una herencia que me mantiene al margen de las cosas, a la expectativa y con ganas de acabar al mundo. Preparo mi cereal y, como siempre, me siento en la sala en silencio a esperar.

Diez minutos después, ahí está: la rutina de la gente del piso de arriba. Cerraron la puerta de la habitación y la ducha se abrió. Alguien, seguramente ella, baila mientras prepara el desayuno en la cocina. Puedo oír sus pasos y casi sentir como tararea ‘dont worry be happy’. Ella está feliz, siempre que hace eso está feliz.

Puedo imaginarla con su mandil verde preparando panes tostados y huevos para su hombre. Él, seguramente, rasurará su barba. Lo hace cada dos semanas y hoy le toca. Se mira en el espejo del baño y, con sumo cuidado, pasa su navaja por el rostro. De repente, me imagino su sangre sobre el lavamanos color marfil. Las manos de alguien resbalando, “accidentalmente” a esa hora de la mañana. Pienso en cómo sería el sonido de su cuerpo cayendo sobre el piso del baño. Un “Toc” que resonaría en todos los rincones, para luego acabar desangrándose.

Entonces, ocurre algo inusual: los pies de ella comienzan a moverse hacia el baño. ¿Sufrió alguna quemadura que necesite el botiquín de primeros auxilios, quiere sexo mañanero u olvidó decirle algo al despertar; recordarle algo especial hoy? Sigo sus pies casi ligeros, imperceptibles para otra que no fuese yo, avanzan hacia él

El departamento de ellos está distribuido igual que el mío, así que camino con ella; siguiéndola desde abajo mientras como de mi tazón. Llega al baño, abre la puerta, se para junto al lavamanos y ocurre algo que me rompe el alma, me quema desde adentro y pone mi mundo de cabezas: la maldita le dice que está embarazada. Lo sé porque él sonríe, lo sé porque ella grita mientras él, seguramente, la alza en un abrazo; lo sé porque él quería volver a ser padre.

Me escurro por la pared del baño hacia el suelo, sintiendo retorcerse todo en mi interior; queriendo devolver la comida. Él tendrá una hija, otra que sí criará y amará, otra que verá todos los días y recordará. A ella no la abandonará con la madre enferma llevándose casi todo su dinero, no le dejará ese sentimiento de angustia. No, la hija de su prostituta sí tendrá toda su atención.

Aquí estoy, después de los años de espera, de impulsos homicidas; desvelos y paciencia. Luego de todo este tiempo queriendo que algo pasara, algo como esto: un motivo para que todo explote. Cuando te abandonan, pasas el resto de tu vida preguntándote qué hay de malo en ti y sé, desde hace mucho, qué es lo único capaz de resolver esa interrogante.

Me levanto, debo ponerme de pie ahora más que nunca. Respiro hondo mirándome en el espejo del baño, recordando que el cereal está en el suelo. Pero, antes de voltearme a recogerlo, me cepillo los dientes y sonrío a mi reflejo. Quizá sea la única sonrisa verdadera que reciba hoy. «Continuaremos», me digo.

Salgo sin bañarme, con mis cajetillas de cigarrillos y mi mesa plegable a cuestas. Bajo por las escaleras. Ellos siempre utilizan el ascensor. Empujo con el costado de mi cuerpo la puerta del edificio y el aire frío de la mañana me golpea.

La ciudad está despertando y yo ya llevo demasiado tiempo vigilante, adormecida cual volcán. Puse mi mesa en la esquina de en frente, como todas las mañanas. Saludé al vendedor de periódicos de la calle y mastiqué mi chicle. Me puse atenta, como siempre; alerta de que no me viese. Tres años y nunca sospechó.

Él siempre sale primero en su automóvil del estacionamiento subterráneo del edificio; lo veo por la ventana frontal de su Toyota con su camisa planchada y sus lentes de sol, luego ella coge un taxi al lado opuesto de la ciudad. A su perfecto trabajo como contadora pública. Entre ella y yo existe un secreto: mi mejor clienta. No hay secretos sucios de Alicia Paz que no sepa; eso me gané por años de oír sus peleas. Entonces, establecí que su afición por los cigarrillos me ayudaría. Algo que su esposo, el médico desgraciado, no soporta.

La mujer de piel tostada y cabello rizado se mueve con una sonrisa blanca hacia mí. Viste un lindo conjunto de falda tubo y blusa blanca manga larga para la oficina que casi mata a los hombres a su alrededor. Detesto lo agradable que es, lo hermosa que se ve cruzando la carretera y cómo sus rizos se agitan con cada paso.

—Buenos días, ¿llevará algo hoy?  —le hablé y, cada vez que le hablo, siento necesidad de cortar mi lengua.

—¡Hola, linda!  —miró la mesa azul, las cajetillas de cigarrillos a su merced y luego me vio a la cara, con su sonrisa radiante para decir: —Hoy no puedo, no soy solo yo ahora.

Fingí demencia, sonreí y la miré como si no entendiese. Aclaró entonces tocando su vientre: —Anoche descubrí que estoy embarazada.

—Felicidades —grité con una sonrisa ancha y los brazos abiertos para fundirme en un abrazo con ella; sintiendo ganas de partirla a la mitad—.  ¿Cuánto tiempo tienes?

—No mucho, un par de meses quizá.

—Me alegro mucho, cariño —necesito un premio por la actuación.

Alicia miró el reloj de muñeca y exclamó: —Es tarde, nos vemos luego.

Sonreí, otra vez, y la vi alejarse para esperar algún taxi.

Como todas las mañanas, permanecí una hora ahí y luego marché al apartamento. Me duché y decidí poner en práctica todo lo que planeé en estos últimos tiempos. Necesito explorar el campo, por eso, al estar solo el hogar, usé la copia de la llave del casero que me cogí, un montón de veces, antes de lograr robarla para duplicarla.

Me encaminé al lugar con la adrenalina corriendo por mis venas. No hay mascotas, solo debo vigilar a los vecinos: una señora de edad avanzada y una familia de cuatro, quienes trabajan a estas horas. La puerta blanca con el número 32 en dorado me erizó el vello de la nuca. Todo ese tiempo sintiéndolos detrás de ese pedazo de madera y ahora, de nuevo ante él, siento todo resumirse a este momento, aunque solo comienza mi plan.

Mis guantes de piel se sienten fríos, pero los necesito para girar la perilla. Cuando la sala de estar me da la bienvenida, los guantes no son lo único frío. El sitio está impecable. La zorra mantiene todo limpio. Los pisos casi brillan, los papeles están ordenados, dentro de una carpeta, sobre la mesa de la cocina y los pendientes de la casa pegados con imanes al refrigerador: “Trae más pan hoy”, “Compra las baterías para el control del televisor”. El mandil de ella cuelga de la manilla del horno empotrado en la madera.

Estuve aquí solo una vez, para establecer una rutina necesitaba conocer cómo se distribuía la casa. En aquella oportunidad, me dolió tanto como en esta otra. Avancé sin quedarme de otra opción, cerré la puerta con cuidado de no producir ruido. Me dirigí a la nevera y vi su interior: jugos cítricos, queso, jamón, salsa de tomate, mayonesa, pan; verduras, frutas, agua, un cereal a medio comer y medicamentos. «¡Par de viejos burgueses!»

Voy a la habitación principal: los portarretratos sobre las mesas de noche relatan una vida feliz. Él duerme del lado izquierdo, ella del derecho. La cama está pegada a la pared marrón. De su lado está su armario, del lado de ella está el suyo. Cuando abro la puerta Alicia veo su orden, la ropa ordenada por color y sus zapatos organizados por prioridad. Su estilo recatado y prendas planchadas, ¿puede ser más perfecta? Toda ella se refleja en esta habitación pulcra, con la sábana perfectamente acomodada y el olor a limpio. Ni siquiera los pelos de la alfombra bajo la cama parecen desordenados.

¿Él? ¿Dónde está? No se ven ni cabellos en su almohada, entonces, abro el armario y lo siento perfectamente: un desastre. Sus zapatos desparramados por el suelo, las camisas de vestir que caen de los ganchos de ropa aún sobre el piso y, en la cara interior de la puerta del clóset una foto me deja sin aliento, yo. Soy yo en primer plano, de niña, mi edad rondaría los tres años y sonreía a la cámara mientras mi mano trataba de agarrarla. No recuerdo esto, pero el fondo sí: una pared de ladrillo con la ventana de barrotes negros; la fachada de enfrente de la casa que compartimos en mi infancia.

Me rompo en pequeños fragmentos, no puedo con esto. Él no me ha olvidado. Mi padre aún me recuerda, aunque no sepa quién soy. Sé exactamente que él no debe morir aún, sino ella; Alicia es quien se atraviesa entre nosotros, ella y su pequeña cosa. Dejé la foto en su lugar y salí de ahí en llanto: viendo mi vida como es.

Nos abandonó cuando mamá enfermó y al cumplir cinco años mi madre biológica murió. A él lo localizaron y no quiso saber de mí. Me adoptaron a los siete y, aunque no me quejo porque me dieron todos los beneficios económicos de los que gozo, siempre quise entender mi lugar en el mundo. Por eso, a los dieciocho, les saqué la verdad a mis padres. Lo busqué, llegué a su puerta, abrió y, ni siquiera me dejó saludar, me dijo: —Soy católico, no estoy interesado.

Cierro la puerta de mi casa y veo todo como lo dejé: la ropa, los muebles, la comida fuera de su sitio. Tengo ganas de mandar todo por el desagüe, de arrancarme los cabellos de frustración. Golpeo la pared y grito. ¿Querer envenenarlos con anticongelante? ¿Pasar mis años planeando eso? Me lanzo a llorar al mueble de la sala, sintiéndome impotente por alguna razón.

¿Qué hice? Me mudé a la casa debajo del hogar que mi padre biológico construyó solo porque me cerró la puerta en la cara. Trato de tomar aliento, pero los mocos me impiden respirar bien.

Alguien toca la puerta y, en medio de mi drama, sé que debo lucir decente. Decido no abrir y preguntar quién es desde adentro. Cuando reconozco la voz de Alicia Paz preguntando qué sucede, lo entiendo: «no importa nada. Es el momento». Cuando la puerta se abre, no sé si su sorpresa es por ver a la chica de los cigarros o mi cara de loca. Supongo que ambas.

No le dejé tiempo para reaccionar, como mi padre no me dio tiempo de mediar palabra, me lancé a apretar su tráquea con ambos pulgares. A la hora del almuerzo, todos comenzarán a llegar de la oficina, así que debe morir rápido.

La veo contra la pared marfil del pasillo del edificio luchar, trata de defenderse. Toma mi cabeza entre sus manos como puede, intenta clavarme sus uñas en la cara, pero su manía de comerlas le juega una mala pasada. Veo en sus ojos que no entiende; no tiene idea, no sabe quién soy. Aprieto más; quiere respirar. Intenta hablar, decirme algo, ser. Pero, mis dedos sienten el relieve de sus cartílagos y les agrada. La veo a los ojos,  estos se enrojecen y brotan; sus piernas me patean, pero no me muevo. Su pequeño cuerpo se siente tenso. Golpeo su cabeza contra la pared, todo en cuestión de segundos.

La veo. Pequeña, indefensa, voluble; frágil como una hoja. Su cabello esponjoso negro contrasta con mis blancas manos en su cuello. Comienzo a llorar, aunque intento parecer fuerte: ––Solo busco amor ––le grito––, el que merezco porque es mi padre ––susurro. La suelto, repentinamente, «solo busco amor» retumba en mi cabeza porque no sé qué es el amor.

«Solo busco amor» me digo mientras la veo luchando por respirar en el suelo del pasillo.

Sobre Ana Patricia Luzardo Piñero

Estudiante del octavo semestre de Comunicación Social en LUZ. Mención de Honor en el «Concurso Venezolano De Literatura Fantástica y Ciencia Ficción Solsticios 2017». Sexto lugar en el Concurso Internacional de Cuentos Fundaspie. Redactora web en AguacateNetwork. Redactora para Vanguardia24. Publicada en Tinta Libre, complemento del diario Versión Final.

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